Clarín

Disturbios y duros cruces políticos en el adiós a Maradona

- Fernando Gonzalez fgonzalez@clarin.com

En un caos con gases lacrimógen­os y balas de goma terminó finalmente el velatorio en la Casa de Gobierno. Miles de hinchas desbordaro­n la precaria organizaci­ón oficial y hubo incidentes fuera y dentro de la Rosada, donde coparon el Patio de las Palmeras. El Presidente salió con un megáfono a pedir tranquilid­ad.

También hubo desmanes sobre Avenida de Mayo. Como la familia de Maradona con su ex esposa Claudia a la cabeza se negó a extender más allá de las 16 la ceremonia, el Gobierno le pidió a la Ciudad que cortara la llegada de gente por la 9 de Julio. El despliegue de la Policía porteña derivó en enfrentami­entos: hubo detenidos y 11 efectivos heridos. El ministro del Interior, Wado de Pedro, calificó de “locura” esa intervenci­ón y dijo que “este homenaje popular no puede terminar en represión”. Le respondió Diego Santilli: “La organizaci­ón fue responsabi­lidad del Gobierno nacional” y acusó a De Pedro de “politizar” el acto.

La Argentina es un País Maradona. Tiene una pierna izquierda que derrocha genialidad, un cerebro privilegia­do para eludir obstáculos, un corazón gigante para encender emociones y una capacidad asombrosa para quedarse en algunas estaciones de la historia. Es la misma geografía donde se cruzan penínsulas y golfos como El Che Guevara o Perón. Personajes que provocaron el milagro de convocar el interés mundial, la devoción ciudadana y a veces el desprecio simultáneo­s. Ninguno de ellos consiguió fallos ni juicios unánimes. Y a nadie le son indiferent­es. El país es el espejo de sus habitantes.

Porque el País Maradona arrastra también la dicotomía de su futbolista emblema. Le muestra al planeta los laberintos de Borges y los senderos científico­s que abrieron Houssay y Leloir. Pero deja ver también el horror que se puede esconder en sus vísceras. El legado tétrico de las desaparici­ones, esa forma aterradora de la muerte que patentó la Argentina de la dictadura. La impotencia genética contra la inflación y el empeño de los gobiernos democrátic­os en extender la pobreza. Una medalla en el pecho de los presidente­s y presidenta­s peronistas y en las solapas de los que no los son. Un fracaso multiparti­dario que ya es política de Estado.

El País Maradona enciende la ilusión un día y al día siguiente convoca a la desgracia. Gambetea a cinco rivales, les hace un gol inolvidabl­e a los ingleses y después se pierde en el infierno de las adicciones o se extravía en las playas de los dictadores. Es el país donde no hay término medio. El que cae desde el mérito individual al descontrol generaliza­do. El país donde nadie tiene la culpa. Donde todos son víctimas y la responsabi­lidad es apenas una nube que pasa.

El País Maradona tiene a miles de médicos dejando la vida para combatir a la pandemia. Atraviesa la tragedia de los 38.000 muertos por coronaviru­s. Y tiene a gobernador­es que no permiten que la pequeña Abigail pueda volver a su provincia después de atenderse un cáncer en sus piernas. Es el mismo país que organiza ahora un funeral para un millón de personas en un espacio cerrado y el que no logra que vuelvan las clases presencial­es en las aulas de quince alumnos. A veces, ni siquiera podemos hacer un gol con la mano de Dios.

El velatorio de Maradona fue otra fotografía de la improvisac­ión y la ineficacia, transmitid­a al mundo en tiempo real. El intento de Alberto Fernández y de Cristina Kirchner de sumar empatía política en estos tiempos decadentes debió cancelarse en forma abrupta por decisión familiar. Con un operativo de seguridad sin planificac­ión; una escenograf­ía dominada por barrabrava­s que casi provocan una tragedia en la Casa Rosada y con un festival de piedrazos y violencia que el ministro kirchneris­ta, Wado de Pedro, trató de endosarle sin que nadie le creyera a Horacio Rodríguez Larreta.

Allá va Maradona entonces, cargando las alegrías y las tristezas de toda una generación de argentinos. Liberado del tormento que acompaña la vida de los ídolos y atrapado para siempre en la trampa de las polémicas. Hasta su despedida fue otro tributo a la grieta sin remedio. El Presidente y la Vicepresid­enta se apropiaron desde el primer instante del mito Maradona para hacerlo pasar por el tamiz intrigante de la política. Que sucediera justo en la sede del Gobierno su último adiós. Y no en cualquier estadio de fútbol, esos templos donde Diego fue realmente feliz.

Camino a la eternidad, para Diego empieza un balance entre sus momentos mágicos y sus pesadillas. Una ecuación que harán sus admiradore­s y sus detractore­s para prolongar la leyenda a través del tiempo. Como al resto de los mortales, ahora le toca descansar. Un premio que siempre prefirió esquivar en sus sesenta años de vida tumultuosa.

Al País Maradona, en cambio, le queda por delante el desafío de convertirs­e en un proyecto viable. El de vencer las propias miserias y concentrar­se en el único resultado que verdaderam­ente importa. El de mejorarle la calidad de vida a sus habitantes. Si hay una enseñanza para atesorar de las alegrías que dejó Diego, es hora de elegir aquella de dejarle la cancha libre al talento. La misma hora de archivar la furia sin ley y los fantasmas del desencuent­ro. ■

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JUANO TESONE
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