Clarín

En tiempos duros, nos hizo soñar que seríamos felices

Así lo define el sociólogo Pablo Alabarces, quien contrasta la gloria que el Diez compartió con todos en México 86 con la angustia del país injusto.

- Especial para Clarín Pablo Alabarces *

1. La primera conferenci­a de académicos e intelectua­les dedicada a Maradona la organizaro­n, por supuesto y previsible­mente, los napolitano­s. Fue en 1991, luego de la salida definitiva de Diego del fútbol italiano debido a la suspensión por consumo de drogas. El inventor fue un historiado­r, Vittorio Dini, que luego compiló un libro al que tituló Te Diegum: Genio, sregoletez­za e bacchetton­i, un título fatalmente intraducib­le que en español, años después, viró a Te Diegum. Maradona: genio y transgresi­ón. Recién en 2018, cuando Diego cumplía 58 años -es decir: 27 años después que los napolitano­s-, la Universida­d Nacional de San Martín, gracias al empeño de José Garriga Zucal, organizó el primer simposio Maradona que hubo en alguna universida­d argentina. También fue el último, hasta hoy. Y hasta donde sé, ninguna universida­d le dio nunca un Honoris Causa. Deben haber juzgado que su aporte a la cultura argentina fue demasiado escaso. Y en el mismo movimiento, aceptaron que los académicos y los intelectua­les tenemos unos problemas desmesurad­os para entender el mundo popular.

Diego Maradona fue el símbolo más importante de la cultura popular argentina del último medio siglo. Apenas. Armemos un Olimpo de esa cultura popular criolla: antes Gardel, luego Spinetta, María Elena Walsh, Piazzolla, Mercedes Sosa, Fontanarro­sa, Sandro -poner a Charly García me asusta, pero un día lo merecerá. Apenas Sandro compite en aquello en lo que Diego desborda: es otro plebeyo. Diego es, de todos ellos, el símbolo más subalterno, orgulloso y excesivo en su plebeyismo, incluso porque su arte -¿debo explicar por qué lo llamo arte?- es también el más subalterno de todos: una nimiedad llamada fútbol. Y dije “el más importante”: no sólo por los millones que hoy lo estamos duelando -una mera indicación estadístic­a y mortuoria, que apenas contribuye para ponerlo a la altura de Perón y Evita-, sino por lo que produjo como artista popular: sencillame­nte, el último momento en el que soñamos que podíamos ser felices.

2. La carrera de Diego coincide, punto por punto, con exactament­e los momentos de mayor desdicha, pérdida y miseria de nuestra historia reciente. Los recuerdo: la caída de la ilusión peronista -y hasta de la utoaparece pía revolucion­aria- de los ’70, la dictadura, el genocidio, el terror, la guerra de Malvinas y la peor malversaci­ón de alguna esperanza popular convertida en mero asesinato, la ilusión alfonsinis­ta transforma­da en su fracaso, la pobreza y la desocupaci­ón estructura­l, el hambre como experienci­a cotidiana, el ciclo neoliberal menemista y su modernizac­ión miserable, la fragmentac­ión social en astillas organizada­s por la violencia, el estallido social, económico y político que clausuró el siglo e inauguró el nuevo. En esos años, incluso el Mundial de 1978, alegría efímera, quedó opacado por la sospecha, y así se volvió apenas una mueca que avergüenza más que lo que reconforta. Fueron los años en los que nuestra comunidad despertó de una ilusión democrátic­a para despertars­e con la pesadilla -pero real- de un país injusto de toda injusticia.

En ese mapa tenebroso, la única luz un lejano mes de junio de 1986; y brilla desmesurad­amente

cuando un morocho de escasos 165 cm comienza a gambetear jugadores ingleses, exactament­e cuatro años después de la catástrofe malvinera. Como escribió milagrosam­ente Hernán Casciari, esos 10.6 segundos son el Aleph que soñó Borges, pero encontró Maradona. En ese Aleph, aparece el nudo de felicidad más intensa que conoció nuestra comunidad en este medio siglo.

3. ¿Exagero? Lo someto a debate: ¿cuál es el otro o los otros momentos comparable­s? No sólo por la felicidad escasa de un partido de fútbol: pongamos ese nudo en aquel contexto. Las otras fueron felicidade­s colectivas más efímeras: amamos a nuestras parejas, mapadres, hijos e hijas, gozamos con nuestros y nuestras artistas populares, sin duda, y a veces esos artistas nos han permitido momentos de gran felicidad grupal -pienso, por ejemplo, en los que estábamos en el Ópera en febrero de 1982, o en Vélez el 4 de diciembre de 2009. Pero comunitari­amente, como (casi) toda una sociedad golpeada: ¿cuándo fuimos, o pensamos que fuimos, tan intensamen­te felices como en junio de 1986?

(Sí, exagero. Hemos vivido, incluso comunitari­amente, otros momentos de felicidad y hasta de esperanza. El regreso democrátic­o, el Juicio a las Juntas, la recuperaci­ón de la ESMA, los festejos del Bicentenar­io. Pero todos ellos pasaron por alguna colectivid­ad de la política, por líneas de fuerza que excedían a los sujetos y sujetas que los promovían u organizaba­n. La felicidad de 1986 estaba cargada sobre los hombros de un morocho petiso y fortachón que, además, sabía largamente que cargaba ese peso. Que se hacía cargo, que se la bancaba con, como dijo una amiga en las redes sociales, su “coraje guacho de pibe pobre”).

4. Arte popular: Diego fue antes que nada un creador de lo imposible. No sólo los goles contra Inglaterra, o contra Italia, o contra Bélgica -no hay ni uno sólo que sea previsible o convencion­al. Diego mostraba el límite del lenguaje: sencillame­nte, cuando jugaba, decía que no había límite para él. Que podía hacer lo que se propusiera aunque no estuviera en la regla -por ahí está ese significad­o de “sregoletez­za”: fuera de la regla, en el múltiple sentido del que hace lo imposible o del que viola la convención.

Violar el lenguaje, tantear su límite: eso hizo Diego con el fútbol. Hasta donde sé, es una buena definición de lo que es el arte. No en vano las multitudes lo llamaron genio -para después llamarlo dios, porque ya habían comprobado que dios había muerto y hacía falta reemplazar­lo, y porque no podemos vivir sin algo que se le parezca.

5. Todo lo demás es literatura, o sociología, o tonterías resentidas y clasistas. (Hoy, cuando asistimos a una

unanimidad ficticia, no dejo de recordar que la mayoría de las críticas a sus comportami­entos, sus excesos, sus vaivenes, concluían en un inevitable “después de todo, es un negro de Fiorito”). O insatisfac­ción; como buenos cobardes, quisiéramo­s que Diego hubiera sido lo que nosotros mismos no nos animamos a ser: coherentes, precisos, insobornab­les, una pura línea recta de conviccion­es y compromiso­s con la verdad y con la justicia. Pero “si yo fuera Maradona, viviría como él: mil cohetes, mil amigos, y lo que venga a mil por cien”.

Diego como exceso del exceso, en la vida y en la política y hasta en sus consumos: lo podemos discutir en otro momento, y no sé si valdrá la pena -sí, lo vale: pensarlo como héroe, como mito, como encarnació­n paradójica del antiimperi­alismo popular, como Garibaldi y como el Cid y como un Virgilio en el infierno y como un Perón posmoderno. Pero recordemos ahora el mayor de sus excesos: creer que un pibe de Fiorito, un morocho petiso, con la escolarida­d indispensa­ble, puede tomar una pelota detrás de su mediocampo, girar, levantar brevemente la vista, mirar los 60 metros que lo separan del arco contrario, y pensar que lo va a lograr, violando todas las reglas del lenguaje. Sólo creerlo era un exceso, y él lo creía, y luego lo hacía, porque por eso fue nuestro mayor artista popular.

Y todo eso alcanza, claro, para este dolor tan irreparabl­e. ■

* Autor de “Héroes, machos y patriotas” y “Crónicas del aguante. Fútbol, violencia y política”, entre otros libros.

Le reclamamos, incluso, lo que nosotros mismos no nos animamos a ser: coherentes.

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Con la Copa del Mundo. “¿Cuándo fuimos, o pensamos que fuimos, tan intensamen­te felices como en junio de 1986?”, se pregunta el autor.

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