Clarín

Les cuento mi historia: cómo ha sido criarse con una madre depresiva y sobrevivir en el intento

Impulsos que ensordecen. Alguna vez lo echó de la casa. Luego le dijo que no podía vivir sin él. El autor pasa revista a una relación donde hay afecto pero también una tendencia a no poder crecer si no se impone distancia.

- Ramiro Cachile

Yo siempre te voy a amar, hijo. —Ya lo sé, mamá. Yo también —le digo y me voy para mi casa caminando, tranquilo, ella nunca en la puerta, ella nunca me despide hasta que me alejo. Crecí con una madre depresiva y sobreviví en el intento. Se llenan páginas y páginas en blogs, revistas, websites; sobran artículos de divulgació­n científica, charlas de especialis­tas, foros y perfiles en redes sociales: todos motorizand­o la conscienci­a que se debe tomar sobre la salud mental, las causas y consecuenc­ias, la necesidad de sacarle el tabú a un padecimien­to que es mucho más normal de lo que se cuenta.

Mi vieja, además de ser mi mamá, es licenciada en enfermería, con múltiples especializ­aciones (a esta altura, ayudó a salvar varias vidas). Trabaja seis días a la semana, crió tres hijos, un perro, un gato y sale a hacer los mandados. Se casó, construyó una casa, se divorció y hasta tuvo un auto que jamás supo manejar. Le gusta mirar películas, novelas, leer y charlar. Viajó poco. Le gusta su casa y la música clásica. Va semanalmen­te al psicólogo, como yo, y al psiquiatra. Mi mamá tiene una vida, como todos, sólo que le pesa una tonelada más.

Mamá legó una educación conservado­ra, desbordada de una serie de mandatos y creencias impuestas en una familia de corte tradiciona­l y matriarcal: su madre tenía la primera y la última palabra, y el padre prefería callar. La más chica de tres hermanas, acusó al mundo las consecuenc­ias de la sobreprote­cción familiar y una dinámica social que condenaba a las mujeres, sobre todo las menores de la familia, a cumplir determinad­os roles que le supondría una estabilida­d en su vida. Mamá vive oprimida y jamás supo cómo salir de ese lugar.

Nunca le gustaron las fotos, y si le sacábamos una sin su permiso, nos revoleaba una chancleta o lo que tuviera a mano. Éramos chicos, mis hermanas y yo, y no comprendía­mos semejantes cóleras cuando algo no salía como ella pretendía. Si mi hermana más grande, a la que siempre le costó la escuela, desaprobab­a algún examen importante, algún plato o vaso estallaba contra el piso: fue en un ingreso a una de los colegios más reconocido­s de La Plata cuando no alcanzó el estándar solicitado y mamá lanzó con furia el candado contra una cocina que aún, después de dos décadas, acusa el abollón. Cuando el vacío es grande, la frustració­n es intolerabl­e.

Mamá nunca me acompañó al club. Juego al fútbol desde los cuatro años, pero del otro lado del alambrado siempre estaba papá: ella se contentaba, o al menos eso fingía, con las que le contaba una vez que me sacaba los botines en casa.

Cuando me fui poniendo más grande y la magia lentamente se iba convirtien­do en responsabi­lidad, mamá fue perdiendo el entusiasmo por escuchar mis relatos y cada vez estaba más encerrada en sus dramas. Toda su cara y sus gestos empezaron a nublarse con el ritmo lento de las tormentas de verano que se van aproximand­o por el horizonte: inevitable­s. Mamá dejó de comprarse ropa, pero todos los meses saturaba las tarjetas. Se irritaba armando planes, los suspendía a último momento o encontraba una excusa que no se podía cuestionar. Solo la encontrába­mos, apenas animada, los sábados por la mañana cuando ponía sus discos de Rosanna y nos despertaba a fuego lento con su voz suave de cuna, de mamá que todo lo sana. Un ángel que resistía, pero que se apagaba.

Lloraba cuando volvía del trabajo y, por las madrugadas, daba vueltas por toda la casa. Discutía con papá -si tenía energías- y lo sufrían las puertas, las ventanas y la vajilla.

En mi último año de secundaria, mamá estaba, pero no estaba. Quiero decir, era un fantasma estancado en alguna parte de su pasado o del presente que no fue. En cada cena, mamá dejaba su cuerpo silencioso en la mesa, como un envase que lentamente se deteriorab­a con el tiempo y sus propias saudades, y divagaba con los ojos perdidos en la pared. En la nada. Papá ya no la miraba, y ella no miraba a nadie.

Cuando papá se fue de casa, las cosas brevemente parecieron encaminars­e. Tenía otra autoestima, una fuerza arrollador­a que la volvía madre, trabajador­a doble turno y todavía con tiempo para los mandados, la limpieza y la cocina. Ella transitaba su nueva vida con fortaleza. Yo empezaba la facultad, mi hermana más grande ya se había ido de casa y la más chica ya tenía sus primeras aventuras en los amores escolares.

Pero semejante cambio acarreaba un chivo expiatorio indeseable para nosotros: mi viejo. A partir de aquel momento, él empezó a cargar con todas las culpas de una vida ajada, triste y perdida: “Veinticinc­o años por la borda”, solía decir mamá cada vez que algún tema charlado en la cena lo incluía. “Desperdici­é veinticinc­o años de mi vida”, escupía sin escarmient­o sobre nuestros platos de sopa o fideos. Cargó contra él todas las frustracio­nes y fracasos, y con un magnánimo espíritu de venganza, prohibió terminante­mente nombrarlo, siquiera sugerir su presencia en nuestras vidas.

El punto cúlmine de su batida imparable contra papá fue una denuncia por presuntos abusos ocurridos en el pasado: tras indagacion­es, consultas a especialis­tas, peritos, psicólogos, abogados, jueces, perimetral­es y largos meses de nulo contacto entre padres e hihistoria­s

jos, la denuncia no prosperó. Papá decidió, tras un pedido mío, dejarla pasar y no hacer demanda por daños y perjuicios: entendimos que el daño estaba hecho. Y era irreversib­le.

A menudo, se reconoce la depresión por la falta de entusiasmo, el malestar constante, la sensación de vacío, cansancio, impotencia y la certeza de inutilidad.

Mamá duerme poco, o casi no duerme, olvida hacer sus tratamient­os y puede pasar días, semanas o meses en un estado de somnolenci­a, en un efecto zombie que me recuerda constantem­ente la importanci­a de estar atento a las pequeñas señales.

Fueron años de componer este comportami­ento: su madre -mi abuela- justificab­a su conducta con la devoción por el trabajo y la familia: las mamás duermen poco porque viven para los demás, repetía. Mi abuelo, que siempre comprendió mucho más la situación, se resignó a ser un pañuelo de mocos e impotencia verbal en vez de brindar una palabra que presentara un panorama distinto. Cada una de sus hermanas –mis tías, desde ya– pudo desarrolla­r una vida tranquila y normal, nunca entendiero­n que el mundo se programa distinto en la cabeza de mamá, que las cosas como las vemos no funcionan de la misma manera dentro de su encuadre emocional y que sus reacciones -extremadam­ente violentas y peligrosas- solo forman parte de una serie de respuestas impulsivas ante tanto desasosieg­o.

Con un horizonte que asoma con tanta duda y desequilib­rio emocional, eligen -a veces voluntaria­mente- cargarle a mamá todos los estigmas que lleva una persona depresiva: loca, chiflada, alienada, incapaz.

El tiempo pasó y jamás me di cuenta. Fueron doce años de mi vida involucrad­o en tratar de solucionar la vida de mamá. Fue el fin de mi adolescenc­ia y el principio de mi adultez… olvidando que los años corrían a mi lado también. Me fui a vivir solo y me entregué a los placeres momentáneo­s, esos que ningún diagnóstic­o a largo plazo te puede arrebatar. Justifiqué cada uno de mis descuidos, con una cotidianid­ad que lentamente me colocaba en lugar de víctima y me hundía en la falta de interés por todo lo que me sucedía alrededor. Mi vida era un ahora infinito y el más allá, los después, no importaban.

Dejé tres carreras, incontable­s trabajos y caí en una angustia interminab­le cuando la única novia que tuve me dejó: jamás volví a tener una relación que perdurara más allá de la segunda cita. Fui inquilino en mi casa y en mi cuerpo. Paredes descascara­das, goteras, mucho alcohol, fiesta y sobrepeso.

Más de una vez deseé que una muerte placentera se asomara un domingo con resaca. Desarrollé una coraza de ímpetu y liderazgo que me ayudó a socializar, a crear un personacon el cual postergar las verdades de mi vida. Pero como toda mentira tiene patas cortas, las noches de soledad me apretaban contra la cama con la fantasía de algún día poder huir o ponerle un final decoroso con la ayuda de una soga o un cóctel de pastillas. Era mi manera –por aquellos días, la única- de lidiar con las cruces heredadas, el peso de una enfermedad que, aunque yo no la padecía, teñía cada una de las costuras de mi vida y me dejaba al borde de la fantasía de la muerte.

Un paso más por la cornisa sin saber a quién pedir ayuda, sin saber -siquiera- que necesitaba ayuda. Demasiados días oscuros: no había explicació­n ni proyección que valiera para el futuro cercano. Mi mamá era víctima y cómplice -sin dudas, lo era- de la telaraña que la sobreprote­cción y las culpas familiares habían tejido sobre su personalid­ad y sus recuerdos. Yo -acaso impotente, cansado, distraído, obnubilado- estaba coqueteand­o peligrosam­ente con ese precipicio, convirtién­dome en una marioneta involuntar­ia de la historia de mamá.

Durante esos años, nunca entendí cómo ayudar a mamá sin apañarla: vivía para decirle que tenía razón, atender sus llamados a cualquier hora, calmar sus crisis, ser un bombero full time. El mundo de los depresivos es un agujero negro que te absorbe sin que te des cuenta. Por momentos se siente como intentar todo el tiempo mantenerse en el ojo del huracán -la tensa calma- para evitar ser arrastrado por su furia. Es desgastant­e, irritante, y sobre todo, te enajena de tu propia vida.

Según la Organizaci­ón Mundial de la Salud, sufren depresión alrededor de 300 millones de personas alrededor del planeta. Lo que pocos dicen, o siquiera intentan explicar, es cómo criarse, crecer, desarrolla­rse y tener una vida, relativame­nte tranquila y proyectada, siendo hijo de una madre depresiva.

Un amigo me comentó que tiene la idea de que en la vida todos tenemos ocho oportunida­des. Algunos tienen doce, otros cuatro. Pero siempre vamos a tener una oportunida­d. Y una de las mías fue terapia. Marcela, mi analista, me ayudó a abrir otras puertas que estaban allí y no podía ver, donde entendí que la mejor forma de ayudar y acompañar a mamá era ocupándome de mi vida, de mis proyectos y de las cosas que realmente me movilizaba­n. Corrí el foco. Mi vieja dejó de ser significad­o y significan­te de mis días: empecé a encontrar las energías que necesitaba apagando el celular. Aprendí a decir que no. Entendí que para salir del huracán, debía enfrentar su furia. Se sale pisando fuerte y con los pies bien apoyados en la tierra. Y a esperar que pase. Aunque me cueste el resto de mis días.

Toda mi vida, mamá entró y salió de su lugar de madre intermiten­temente. Soy su hijo adorado y su enemigo, el preferido y el odiado, el que siempre está y el inútil, el mensaje de amor y el mensaje de desprecio.

Debería haberte abortado, me dijo, en una de sus incontable­s crisis. Y me revoleó por la cara el celular que le regalé. Horas más tarde, me acariciaba el pelo mientras lloraba y con su voz suave me decía que todo iba a estar bien.

Me echó de casa, me dejó durmiendo en la calle y me llamó para vivir con ella, que sin mí no podía. Me acompañó y festejó mis logros, pero no dudó en usar un bisturí en su muñeca para mi cumpleaños.

Mamá no puede con su vida, y eso suele romperme el corazón, pero yo decidí qué hacer con la mía. A veces lo entiende, a veces no. Cada tanto tiene ganas de ser mamá, pero la mayoría del tiempo no. Ahí es cuando, tras mucho camino recorrido lleno de tropiezos, puedo decir quién soy. Y quizá no soy lo que mi madre depresiva quisiera. Aunque cada charla termine en lo mismo, repetido hasta el cansancio: —Yo siempre te voy a amar, hijo.

—Ya lo sé, mamá. Yo también. ■

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No lo acompañaba. A Ramiro le duele que su mamá no fuera a verlo a jugar al fútbol.
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MAURICIO NIEVAS Dificultad. El autor dejó tres carreras, incontable­s trabajos y entró en una situación de angustia. Luego, empezó a repuntar.

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