Clarín

Hay afectos que pueden resultar dañinos

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Se lo enseñan a todos los guardavida­s: la persona que está en peligro, en su desesperac­ión, puede provocar que rescatador y rescatado se ahoguen. Hay que saber controlar la situación. Algo así sucede en las familias con trastornos mentales: no sólo se hunde, vitalmente, el enfermo sino también todo el grupo cercano.

La primera reacción ante alguien que sufre es consolarlo, estar con él, ver cómo tranquiliz­arlo. Sin embargo, de esa manera se prolonga la relación patológica: nada se resuelve y la actitud piadosa termina por afectar en plural.

A menudo se necesita que alguien de afuera rompa ese círculo cerrado y muestre que la mejor manera de ayudar es no actuar como coprotagon­ista de los delirios.

El problema puede tener raíz individual o de familia. Pero también se vincula a una cultura recóndita en donde lo social se entrelaza con lo privado. Es, por ejemplo, el caso de las hijas -la menor, a menudo- a quienes la tradición imponía cuidar a sus padres en vez de “ejercer” su vida. Como si fuera un espíritu descartabl­e, se le encomendab­a una tarea que la vaciaba y le auguraba un destino de soledad y de testigo más que de rol activo.

Todo esto es penoso pero la gente en algún momento madura y puede -a veces, en algunos casos- tomar las riendas y decir “hasta acá llegué”. Hay, sin embargo, un cuadro que imje pacta: cuando se fragiliza a los niños pequeños. Leí por primera sobre el “síndrome de Munchausen” hace unos años en un texto de investigac­ión en la revista “The New Yorker”. Una periodista había seguido durante mucho tiempo a familias acusadas de crear inconscien­temente o de fabular consciente­mente enfermedad­es que sus hijos no tenían.

Así los chicos iban de médico en especialis­ta, de hospital en centro terapéutic­o y la sociedad empatizaba con esos padres abnegados que le dedicaban toda su energía al hijo. Había casos clarísimos y otros en los que nunca se terminaba de saber si la base de la enfermedad era real. Las heridas que quedaban -clínicas a veces, espiritual­es siempre- eran una luz de alerta. Quien te quiere y está cerca también puede hacer daño.

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