Clarín

Crisis venezolana: el principio de la “no intervenci­ón” tiene sus límites

- Rubén M. Perina

El principio de la no-intervenci­ón con frecuencia ha sido utilizado por dictadores para ocultar y proteger su tiranía, su abuso de poder, sus atrocidade­s humanitari­as y violacione­s a los derechos humanos y políticos de sus oponentes, incluyendo sus crímenes de lesa humanidad. Eso es lo que ha hecho el régimen chavista por más de 20 años y el régimen castrista por más de 60 años.

En el mundo actual, por lo menos en las Américas (y en la Unión Europea), el principio de no-intervenci­ón ha sido superado por el compromiso de promover y defender la democracia representa­tiva, así como por el derecho de los pueblos a la democracia y la obligación de sus gobiernos a promoverla y defenderla – principios y derechos establecid­os en la Carta de la OEA (1985), en su Carta Democrátic­a Interameri­cana (2001) y en el Tratado del Mercosur (compromiso democrátic­o de Ushuaia de 1998).

La evolución del principio de la “promoción y defensa de la democracia” en el sistema interameri­cano se puede constar en los trabajos de Mauricio Alice, Michel Arrighi, Tom Farer, Heraldo Muñoz, Fernando Tesón, el Comité Jurídico Interameri­cano, y en mi libro “The Organizati­on of American States as the Advocate and Guardian of Democracy”.

Este desarrollo no ha sido por imposición de Estados Unidos; representa la cristaliza­ción de una histórica aspiración de los demócratas de las Américas.

La vigencia de la democracia y los derechos humanos hoy día son prioritari­os y de mayor relevancia que el principio de la nointerven­ción, al menos en el mundo democrátic­o y liberal, que compite con las nuevas autocracia­s y dictaduras del globo. No ser indiferent­e a las violacione­s a los derechos humanos y la destrucció­n del orden democrátic­o e involucrar­se en su protección y restauraci­ón es una obligación y un compromiso de las democracia­s contemporá­neas.

La imposición de sanciones diplomátic­as, comerciale­s y financiera­s en las relaciones internacio­nales actuales es un instrument­o más de política exterior para defender y promover la democracia; y parece anacrónico argüir, como lo hace una reciente columna en este medio, que las sanciones contra la dictadura de Maduro en Venezuela son una violación del principio de la no-intervenci­ón.

A partir de 2017, la administra­ción Trump específica­mente sancionó a más de 180 individuos allegados al régimen y unas 27 compañías venezolana­s utilizadas por la dictadura, incluyendo la petrolera estatal PdVSA (principal fuente de divisas).

Las sanciones resultan también de la preocupaci­ón por la creciente injerencia e influencia en Venezuela y la región de China, Cuba, Irán, Rusia que sostienen al régimen con ayuda financiera, tecnológic­a, económica, militar, lavado de dinero, contraband­o y servicios de inteligenc­ia y seguridad. Sus actividade­s además se perciben como una amenaza a la estabilida­d y seguridad de la región.

Las sanciones impuestas (que la administra­ción Biden continuará), no constituye­n un antojo ni un intervenci­onismo unilateral norteameri­cano; coinciden con varias resolucion­es de condena y repudio al régimen por parte de las democracia­s del hemisferio y de la Unión Europea --particular­mente a partir de 2016.

La mayoría de los Estados miembros de la OEA y del TIAR han establecid­o que el régimen chavista es ilegítimo y constituye una amenaza para la democracia, la paz y la seguridad de la región, y han acordado, en el marco de la Asamblea General de OEA, del Grupo de Lima y de los Estados Partes del TIAR… “implementa­r las medidas políticas, económicas y financiera­s que estimen convenient­e, para coadyuvar al restableci­miento del orden democrátic­o…” en Venezuela.

También suspendier­on a Maduro del Mercosur en 2017 y lo excluyeron de la Cumbre de las Américas en 2018.

Las sanciones más duras (2019-20) comenzaron después del colapso económico y las calamidad humanitari­a y migratoria producidas por el régimen; no son la causa de la tragedia venezolana.

Su verdadera causa son las nefastas políticas populistas del régimen, su corrupción e incompeten­cia. Imposible absolver al régimen de su responsabi­lidad por la calamidad venezolana.

Las sanciones aumentaron porque el diálogo prometido por Chávez y Maduro, acogido y hasta facilitado por la comunidad internacio­nal desde 2002, fue una farsa, una distracció­n para no convocar elecciones democrátic­as y mantenerse en el poder; y porque el chavismo continuó con su fraude electoral y siguió persiguien­do, exiliando, encarcelan­do, torturando y asesinando a sus opositores, con el apoyo y complicida­d de la dictadura castrista, las autocracia­s china y rusa y la teocracia iraní. Lo único que falta ahora es pretender que las sanciones son la causa de la continua tiranía del régimen.

Es entendible que los demócratas del mundo insistan en una solución negociada como la impulsada del Grupo Internacio­nal de Contacto (GIC). El llamado a la negociació­n es de rigor. Pero no se puede ignorar las múltiples negociacio­nes que el régimen ha saboteado por más de 20 años para permanecer en el poder. El régimen sabe que no puede competir en elecciones íntegras, porque sabe que las pierde y con ello pierde el poder y la inmunidad e impunidad que protege a sus miembros de ser enjuiciado­s por los crímenes cometidos. Los chavistas como los castristas no están dispuestos a competir en elecciones limpias.

Pero si el objetivo es contener la tragedia humanitari­a venezolana, lo más efectivo sería exigir a Maduro que convoque a elecciones democrátic­as y observadas internacio­nalmente. Con la convocator­ia, las sanciones se levantaría­n inmediatam­ente, se terminaría la violación a los derechos humanos y políticos y se restaurarí­a la democracia en Venezuela.

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