Clarín

Tiempo de compasión

- Periodista y escritora Joana Bonet

El espejo nos devuelve la ilusión óptica de lo que se ve de nosotros. Nos hemos acostumbra­do al chasis, lo hemos aceptado y mejorado, pero seguimos buscando “nuestra esencia”. Incluso quienes hacen gala de un ánimo impasible y ejercitan voluntad, esfuerzo y paciencia habrán conocido el látigo del desasosieg­o, que desnuda como nunca podrá hacerlo un espejo.

La pandemia ha quebrado la noción convencion­al de tiempo y la hechura del siglo. Ha parado el reloj global. Ha limitado la libertad de movimiento, creando una especie de doble realidad: seguimos viviendo como siempre aunque en realidad vivamos como nunca. Ha pospuesto trabajos y negocios, bodas, viajes y reencuentr­os en los que ya se había grabado una ilusión; eran una forma de aliviar la pesada carga de la vida, durante tanto tiempo entendida como una empresa. Días de parálisis han acentuado las consecuenc­ias de la estrecha convivenci­a con uno mismo. Tú puedes ser el explosivo. En los aeropuerto­s ya no revisan tan celosament­e el equipaje, te toman la fiebre, en busca del potencial infeccioso que puede seguir perpetuand­o la cadena vírica hasta que llegue la ansiada inmunidad.

En el 2022 la sitúa Financial Times, y la bautiza Nuevo Renacimien­to. Volverán los eventos, los bailes, la benigna sensación de hoja en blanco. Menguarán los viajes de trabajo, pero emprendere­mos rutas por placer, con asistencia digital; las miradas vigilantes de los jefes se irán transforma­ndo en plataforma­s para controlar el trabajo; invertirem­os más en salud, veremos al médico por Zoom. La tecnología nos arrebatará suavidad y gesto. Y la salud mental será nuestro flanco débil.

En su último libro, Yoga , Emmanuel Carrère ingresa diez días en un retiro de yoga. No se puede hablar y no se cena, pero se va allí a ser menos desgraciad­o. Carrère se conmueve ante el grupo aislado, casi en ayuno, que quiere conocerse mejor. Y entonces recuerda a André Malraux frente a un viejo cura que sumaba cincuenta años de confesiona­rio, a quien interrogó sobre lo que sabía del alma humana. “He aprendido dos cosas –le respondió el cura–. La primera es que la gente es mucho más infeliz de lo que se cree. La segunda es que no hay grandes personas”.

La depresión ha escalado posiciones, aunque ya hace años que la OMS la considera la tercera causa de muerte. Cada 40 segundos se suicida alguien en el mundo: la precarieda­d global, el tedio del sedentaris­mo, tanta pantalla sin carne… La receta media deriva al ansiolític­o y la fluoxetina. Existe informació­n holgada sobre el alud de desórdenes mentales que ha activado la crisis de la covid. Pero, en cambio, la certeza de nuestra fragilidad ahuyenta la compasión, que no equivale a la caridad cristiana, y es más intensa que la empatía. Se trata de escuchar todas aquellas emociones que nos remueven ante el sufrimient­o del otro: un lenguaje captado por los sentidos, aunque nos hayamos alejado de la visión eudaimonis­ta de los clásicos para alcanzar una vida mejor.

Lo resume así la filósofa Martha Nussbaum: “Para que se despierte la compasión se debe considerar el sufrimient­o de otra persona como una parte significat­iva del propio esquema de objetivos y metas. Se deben tomar sus penurias como algo que afecta al propio florecimie­nto”. Autoras como Concepción Arenal o Simone Weil habían ahondado antes en el fundamento de la intersubje­tividad, pero Naussbaum es concluyent­e: no indignarse ante las injusticia­s cometidas a otros es propio de esclavos. La compasión es un revulsivo emocional que nos enfrenta al dolor ajeno y nos empuja a reducirlo.

Puede que apenas haya grandes personas, como le dijo aquel cura a Malraux, y que todos nos revolvamos en nuestras miserias y fruslerías, pero si no somos capaces de sentir compasión, habitaremo­s un glaciar poscovid, donde la poca piel que nos quedaba acabará crionizada.

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