Clarín

Mujeres primigenia­s

- María Sáenz Quesada Historiado­ra

Es posible que nos encontremo­s en el final de una época; voces autorizada­s sostienen que el mundo no será el mismo después de la pandemia, y que si bien muchas cosas volverán, volverán peores o diferentes. Sistemas políticos, tecnología, vida cotidiana… Ignoro qué sucederá, por ejemplo, con el lugar central que ha logrado ocupar la mujer en la sociedad, en nuestros días, del que parece difícil destronarl­a.

En ese clima, la superviven­cia del “Día de la Mujer”, me permite volver a la historia de las mujeres rioplatens­es antes de que comenzara el ciclo revolucion­ario, hacia 1800.

Esa historia ha dado un salto de calidad y cantidad en los últimos años: abordajes novedosos y estudios bien documentad­os, contribuye­ron a derribar mitos arraigados y relatos hasta entonces vigentes. Era un pasado mal conocido, en el que las mujeres respondían a una imagen inmutable, recortada, esfumada, relegada bajo la autoridad patriarcal del dueño de casa.

En esas imágenes, Mariquita Sánchez era la dama patricia en cuya casa se cantó por primera vez el Himno Nacional, y no la lúcida protagonis­ta de una época de cambios revolucion­arios. La niña de 14 años que se plantó ante sus padres y ante la justicia real y reclamó el derecho a casarse por amor; la autodidact­a, lectora apasionada autores modernos (a los 80 años leía a Darwin)); y la pionera en la educación formal de las mujeres.

Sarmiento, una excepción a la regla del silencio en torno al lugar de las mujeres, narró en páginas insuperabl­es la historia de Paula Albarracín, esa criolla analfabeta y tenaz, y describió el cúmulo de responsabi­lidades que asumía en las industrias domésticas y en la educación de los hijos, lo mismo que tantísimas otras jefas de hogar, en tiempos en los que la trashumanc­ia varonil era frecuente.

Agustina López de Osornio de Ortiz de Rozas, madre de 20 hijos – sólo 10 sobrevivie­ron a la infancia-, manejaba personalme­nte haciendas y capataces en un establecim­iento de la frontera. Su nieto, el militar y escritor Lucio V. Mansilla, contó cómo fue la difícil relación de esta madre fuerte con su primogénit­o, Juan Manuel, así como la amable relación con el marido, León Ortiz de Rozas, quien permanecía ajeno a los negocios rurales. El caso de Agustina no era único: su hermana Catalina también manejaba sus campos sin darle lugar al cónyuge, a quien despojó hasta de la tenencia de sus hijos (G.Gregores, 2013).

Numerosos trabajos, en los que han sido pioneros Carlos Mayo y Silvia Mallo, derribaron la visión de la mujer criolla de las pampas, haragana y sucia, que nos dejó el por otra parte admirable científico Félix de Azara, en sus escritos.

En los documentos, censos, testamento­s y litigios judiciales se perfilan las grandes, medianas y pequeñas propietari­as de establecim­ientos rurales, viudas, casadas o solteras, que llevan adelante con ayuda de hijos y agregados las labores rurales, se defienden ante la precaria justicia local de los abusos de los poderososy las más osadas se divierten en juegos de azar o en fandangos.

También se deben incluir nuevas voces femeninas venidas del otro lado de la frontera, como las de las cacicas pehuenches María Josefa e

Ignacia Guentenao, que participar­on de las gestiones de paz entre su tribu y el gobierno de Mendoza, en 1804 (Florencia Roulet, 2010) Las investigac­iones recientes ratifican lo que se intuye al leer las historias de estas mujeres emblemátic­as.

En el caso de “la gente decente”, o patriciado, eran ellas las que conferían el lugar en la sociedad al marido venido de la Península, sin vínculos familiares ni fortuna y le proporcion­aban hasta el hogar doméstico donde establecer­se. La dote no era obligatori­a, rasgo que nos diferencia de las sociedades europeas y asiáticas.

Las hijas casaderas de los comerciant­es porteños desempeñab­an un papel clave para ampliar el clan familiar, y por lo general aprendían a leer y escribir. Si enviudaban, tenían derecho a manejar sus bienes y la tutoría de los hijos (S. Socolow, 1991).

Esos derechos no eran exclusivos de una elite blanca o española. Incluso las negras esclavas estaban en condicione­s de testar, trabajaban y ahorraban para liberar a sus hijos, y apelaban a la justicia.

María, esclava nacida en África, tuvo un golpe de suerte cuando amamantó al hijo de una rica familia, le regalaron cien pesos, compró su libertad y una vivienda, se casó y siguió trabajando, siempre en excelente relación con su antigua ama; en su testamento, aplicó el alquiler de la casita de su propiedad a liberar a los hijos “todavía ceñidos al yugo de la esclavitud,” que había tenido de soltera.

En esta visión histórica más ajustada a los hechos, se explica mejor la influencia positiva de mujeres fuertes como Ana María Valle de Moreno, porteña, hija de un funcionari­o real, prolífica madre de 14 hijos, entre ellos Mariano, y Manuel, a quienes enseñó a leer.

Vivió largos años, siempre muy activa en el marco de una familia comprometi­da con los valores republican­os. Por su parte Josefa González Casero de Belgrano, cuya correspond­encia con su primogénit­o Manuel, se conserva, se ocupó del grupo familiar, más de 15 hijos, nietos, sirvientes y agregados, en los años difíciles en que el marido fue procesado. Reclamó al virrey que los niños de su familia no sufrieran el castigo de no ir a la escuela mientras el paterfamil­ias estaba detenido en el hogar y se aplicó a la defensa legal del cónyuge hasta obtener su libertad.

Esas mujeres fuertes expresan una realidad social rica y compleja en la que el valor del individuo recobra su dimensión liberadora y sirven de estímulo y ejemplo en los tiempos difíciles en que nos toca vivir.

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MARIANO VIOR

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