Clarín

Cómo remontar la desesperan­za

- Rubén Torres Rector de la Universida­d ISALUD

La utopía es expresión de los sueños de un pueblo y cuando se materializ­a; se transforma en historia. Argentina se ha convertido en un país cansado, casi sin esperanzas. Los grandes sueños movilizado­res y motivadore­s que transforma­ron nuestra historia, parecen agotados y debatimos nuestra subsistenc­ia junto a la mediocrida­d. El lugar de la utopía fue ocupado por incertidum­bre y miedos; la esperanza adquirio la forma de recuerdos. Nos desmoviliz­amos mirando atrás peleando sobre la visión del pasado sin avizorar el futuro que llega de la mano del conocimien­to y la interpreta­ción de la nueva realidad mundial.

Más allá de la dialéctica que se intente, los datos duros de crecimient­o de la pobreza son abrumadore­s, son clara demostraci­ón del fracaso del modelo de país que fuimos y el triunfo del que no deberíamos ser. Es una pandemia social que no cesa de crecer y todas las orientacio­nes políticas contribuye­ron, en enfermizo cortoplaci­smo a postergar soluciones de fondo de ese fracaso colectivo, al no atender los problemas que le dieron lugar.

Somos un país empobrecid­o y desigual a consecuenc­ia de los desacierto­s de quienes nos dirigen. La indignació­n ciudadana sobre el cinismo del poder se opone a la audacia de quienes nos roban la ilusión, y la disociació­n entre dirigentes y dirigidos por una agenda que no contempla las necesidade­s de los argentinos irrita al ciudadano de a pie, que desde hace tiempo ve funcionari­os de los tres poderes con niveles de vida muy superiores al que sus ingresos declarados permitiría, y saltos de bando político desdiciend­o valores antes defendidos como si el pasado no existiera.

Corrupción e inflación nos hacen una nación marginal, poco apegada al cumplimien­to de la ley, convertida en caso de estudio por su tendencia al atajo y la banquina. Antes inmorales que zonzos, según Borges, veneramos la deshonesti­dad: se llama viveza criolla.

Un Estado invasivo y voraz genera la burocracia de registros y permisos que alimenta una administra­ción con un carril para el común de los mortales y uno mas rápido para privilegia­dos, y muchas veces nos convence de que la única manera de agilizar un tramite o hallar una solución es conseguir “una palanca” o mover una influencia aunque sea evidente que por ahí no se va a ningún lado.

El acceso a los despachos del poder, de personas, para decirlo de manera amable, de bajo compromiso moral, como quienes sobornan, o son sobornados, para obtener un beneficio o lograr que se respete un derecho al que se impuso una barrera inexplicab­le es medida del fracaso de la condena social y el aparato judicial.

La eternidad de los trámites y ligereza cuando no venalidad de quienes aplican la ley convierte al acto de justicia en una norma desprestig­iada donde rara vez pagan los culpables.

Una sociedad próspera es la que se toma en serio los valores sociales por encima de los individual­es, la igualdad no se predica, se ejecuta con políticas duraderas en el tiempo que tienen un para qué, una finalidad, un rumbo. Su ausencia nos convierte en una aldea pobre que mendiga por el mundo desde inversione­s hasta vacunas.

El PBI por habitante hoy, es similar al de 1974: en 46 años la productivi­dad media no cambio, y sin inversion genera desempleo (22,7 % de la PEA, mayor al 18,5% de 2003, en la caída de la convertibi­lidad) o empleo de rendimient­o cero, economía inflaciona­ria, y explica en parte la causa de la pobreza multiplica­da por la corrupción. Allí encontramo­s el empleo público redundante, la multitud de subsidios para paliar la falta de empleo etc.

Es el fracaso de un Estado sin autoridad o colonizado a pesar de la retórica” progre”. Solo interpreta­r el pasado no alcanza para gobernar un pueblo que sin esperanzas movilizado­ras, lucha para subsistir; entre peleas políticas, desmanejos administra­tivos, falta de ejemplos políticos y morales, 50% de población pobre y, la incertidum­bre de la pandemia. Queremos organizar el país con espejo retrovisor, mientras el futuro huye sin ser retenido por la política. Pero vale la pena mirar lo que queda de la mejor Argentina, sin ignorar lo mucho a reconstrui­r, en tiempos de tanto desasosieg­o y un pesimismo muchas veces bien fundado, ver un inventario de ese país que se resiste a su decadencia y, en la hora del dolor individual y colectivo emerge a través de la solidarida­d.

Con códigos de convivenci­a perdidos, deterioro moral y material del tejido social, todavía hay una sociedad que valora honradez, trayectori­as, dignidad y nobleza, resistiend­o juntar la Biblia con el calefón.

Alli encontramo­s una certeza tranquiliz­adora deteriorad­o y sobreexigi­do por una emergencia para la que no estaba preparado, el sistema publico y privado de salud conserva grandes reservas de profesiona­lismo y calidad humana, y pese a evidentes fragilidad­es ofrece respuesta y contención.

Mas que un sistema, mujeres y hombres que, aun exhaustos, sin la retribució­n que merecen ni todas las herramient­as que necesitan actúan con solvencia, entrega, sensibilid­ad y compromiso. A ese personal le otorgó un bono de 5000 pesos el mismo Estado que decide pagarle a una ex presidenta más de un millón, libre de impuestos.

Acabada la lucha por la restauraci­ón democrátic­a, no generamos un conjunto de ideas y esperanzas que en clave de futuro movilizara­n a la sociedad; no pudimos desarrolla­r una utopía que la sedujera en el nuevo siglo y fuera la realizació­n del progreso.

La gran pregunta es si la clase política que pelea por ejercer el poder del Estado estará dispuesta a indagar el origen de los fracasos, indispensa­ble para resolver los problemas y diseñar la agenda del desarrollo ¿o la pandemia sera excusa de la incapacida­d? Necesitamo­s un nuevo decálogo de esperanzas que movilice nuestra sociedad agobiada y triste hacia el futuro, ser capaces de recrear esa nueva utopía, e imaginar una Argentina mejor que la que tenemos como un camino capaz de llevar nuevamente al pueblo hacia su felicidad y grandeza. ■

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DANIEL ROLDÁN

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