Un castillo junto al Riachuelo
Las aguas del Riachuelo ya no bajan tan turbias y a la obra de saneamiento siempre inconclusa se suma la recuperación del trasbordador que une las orillas de La Boca y la isla Maciel. Hacia allí apuntan, indefectiblemente, los ojos y los flashes de los turistas. Esa icónica imagen del sur porteño es una pieza infaltable en los paseos por Caminito, La Bombonera y el Museo Quinquela Martín. Pero, aguas arriba, el semblante de la ciudad y el conurbano Sur empalidece gradualmente, la paleta de colores se llena de grises y el paisaje urbano –trazado con pinceladas de abandonoagita la nostalgia hacia una época encendida por multitudes de obreros que daban vida a las fábricas de la zona.
En el tramo menos promocionado del río – un curso maltratado en su trayecto hasta la desembocadura-, el torreón del viejo puente Pueyrredón parece empeñado en sostener los sueños de grandeza de un país, que la desidia dejó truncos. Ese castillo de brillos perdidos era la cabecera del antiguo puente levadizo, cuando la cuenca era navegable hasta Valentín Alsina. Entre las paredes gastadas de la construcción floreció la trayectoria creativa del escultor Julio César Vergottini, el célebre habitante solitario que transformó la sala de máquinas en su vivienda y atelier durante tres décadas. Hasta su último suspiro, en 1999, el nonagenario artista se inspiraba en ese universo de voces disonantes, postales perturbadoras y densos aromas del entorno fabril. Esculpía en silencio y abría generosamente las puertas de su mundo a todo aquel que buscaba las talentosas manos que habían decorado Vuelta de Rocha con la obra “Levando anclas”. “Soy un señor feudal y mis únicos súbditos son una perra y cinco gatos”, anunciaba Vergottini con el cincel a mano, antes de empezar su clase magistral. ■