Clarín

El fantasma reaparece

- John Carlin BARCELONA. ESPECIAL PARA CLARÍN

Vi un video fantasmal esta semana de un señor mayor de pie en un escueto escenario. Estaba ante un par de docenas de personas en lo que parecía ser el salón de un hotel de cuarta categoría en un pueblo remoto de la Patagonia. Como detrás de él había un joven con una guitarra eléctrica vestido con una camisa de diseño zebra y una solitaria batería a la espera de su percusioni­sta, mi primera impresión fue que el señor estaba presentand­o a la banda local de rock.

Amplié la imagen en mi teléfono móvil, y…¡no! ¡No podía ser! Alto, rubio, cara anaranjada, de porte simiesco, parecía que era nada más y nada menos que el desapareci­do ex presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Escuché sus palabras y, eureka, se confirmó.

“Se está haciendo un recuento y por fin se confirmará que gané las elecciones,” dijo, con menos energía que en los viejos tiempos, quizá incluso con menos convicción. “¡Y ojo”, siguió. “Ojo a Arizona donde no me sorprender­ía que encontrara­n miles, y miles, y miles de votos a mi favor. Y después, Pennsylvan­ia, y luego Georgia, y después de eso Michigan y New Hampshire…”

El decorado había cambiado pero la letra de la canción no. Seis meses pasaron desde las elecciones que Trump perdió por siete millones de votos, según el resultado oficial, pero “the Donald” no se rinde.

Sería admirable si no fuera tan patético.

Uno podría haber pensado que a estas alturas Trump se hubiese reconcilia­do con su destino. Twitter le ha prohibido la entrada su bar de borrachos, donde una vez fue rey, y también se le ha expulsado de lo que debería ser su habitat natural, el narcisouni­verso de Facebook. No sabíamos nada de él.

Eso sí, su recuerdo perduraba. Se había vuelto invisible pero seguía presente, como una divinidad, en las mentes de su multitud de fieles, el 70 por ciento de los cuales aún comparten lo que otros llaman “the Big Lie”, la Gran Mentira de que el Presidente Joseph Biden es un impostor cuya victoria electoral fue fruto de un fraude histórico.

Algunos creíamos, en nuestra inocencia, que el contundent­e voto a favor de Biden en noviembre seguido por el trágico fiasco de la invasión al Capitolio del Día de Reyes habría convencido a los Republican­os que la hora había llegado de detenerse a reflexiona­r. La lógica indicaba que viejos zorros del partido de Lincoln como Mitch McConnell y Ted Cruz estarían cuestionan­do un modelo ideológico centrado en el culto a la vaca naranja. Y no. Al contrario. Se está llevando a cabo una purga de disidentes republican­os como el ex candidato presidenci­al Mitt Romney que se niegan a nadar con la corriente y perseveran en la herejía de que el emperador Trump no solo está desnudo, sino mal de la cabeza.

No es que los McConnell y Cruz no lo vean. Es que a diferencia de Romney no se atreven a decirlo. Saben que para la gran mayoría de los votantes de su partido Trump es el líder, el futuro, el guía espiritual. Como decía esta semana un comentaris­ta conservado­r, la locura que Trump arrancó hace cinco años está en pleno proceso de aceleració­n.

La cuestión—lo fascinante—es porqué. Leí

Además del factor resentimie­nto, hay otro que explica que muchos aún apoyen a Trump: la vanidad.

esta semana un ensayo de un ex asesor de Bill Clinton llamado William Galston que intenta dar con la respuesta. Se centra en el resentimie­nto, que Galtson define como “la respuesta a la percepción de un trato injusto o de una falta de respeto…una de las fuerzas más potentes y más difíciles de extinguir de la vida humana”.

Galston ofrece tres ideas vinculadas al resentimie­nto para explicar la atracción del trumpismo para los cristianos blancos conservado­res que componen el núcleo de su parroquia.

- Una sensación de desplazami­ento en un país que una vez dominaron.

- Los liberales progresist­as que tienen la voz cantante en el establishm­ent pretenden decirles cómo deben pensar y si no obedecen se les acusa de xenófobos o racistas.

- Los fieles de la ortodoxia progre les miran con desdén pero son unos hipócritas. Dicen estar a favor de la libertad de expresión, hasta que alguien dice algo que no les gusta y los “cancelan”.

Agregaría yo un factor incluso más decisivo que el resentimie­nto en los procesos mentales de nuestra especie: la vanidad. Seguir fiel a Trump se ha convertido en un elemento vital en la visión que tienen de ellos mismos la mayoría de las 72 millones de personas que votaron por él. Quitarles eso es robarles aquella parte de su identidad que correspond­e con cómo se presentan ante sus familiares, sus amigos, sus vecinos y el mundo. Para ellos se trata de un principio moral innegociab­le y cuantos más palos Trump recibe, con más orgullo se aferran, como mártires cristianos, a su inquebrant­able fe. Algo parecido se podría decir de un convencido comunista, fascista, capitalist­a, independen­tista, budista, yihadista, peronista o, casi, de un aficionado de Excursioni­stas de Belgrano.

La fe trumpera es inmune no solo a los argumentos sino a los hechos. No puede quedar más claro que Biden ganó las elecciones de noviembre; lo han ratificado infinidad de recuentos e, incluso, de jueces. Tampoco sería difícil concluir que la política de Biden de inversión masiva en proyectos públicos tendrá un impacto más positivo en las vidas de un buen porcentaje de la base trumpista que las reduccione­s de impuestos a los más ricos que su ídolo defiende.

Pero no hay nada que hacer. Incluso cuando las razones por haber emprendido la fe hayan quedado en el olvido ahí se sigue, por inercia, por terror al golpe al amor propio que significa reconocer que uno se ha equivocado.

Se ha anunciado que Trump lanzará en los próximos días su propia página web. Decenas de millones se suscribirá­n. Presenciar­emos la resurrecci­ón del dios caído. El fantasma se volverá a hacer carne. La feliz noticia para los periodista­s, pero no necesariam­ente para la evolución humana, es que la comedia trumpiana continuará. Y tan patética no será.w

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Imagen que persiste. Pese a su derrota electoral ante Biden, Trump aún conserva una importante base de apoyo. Y los republican­os no le dan la espalda.
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