Clarín

“No se van huyendo de una guerra, se van buscando lo que acá ya tienen”

- Cdossi@clarin.com María L. Martínez Balletbo POZO VERDE, V. GENERAL BELGRANO, CÓRDOBA. balletlau6­6@gmail.com

Mis abuelos eran inmigrante­s, crecí con amigos y vecinos cuyos apellidos eran españoles, italianos, alemanes, algunos rumanos y otros árabes. Argentina crisol de razas, hoy sería crisol de culturas. La mayoría venía con las familias desmembrad­as, mi capacidad de análisis me dice que por esa razón los vecinos y amigos comenzaron a ser parte de la estructura familiar. Tal vez de ahí provenga esa hermosa virtud de los argentinos de valorar sobremaner­a la amistad, impensable para otras culturas.

Mis padres tenían altos ideales, y las mesas y sobremesas transcurrí­an en eternas discusione­s políticas, que hoy agradezco porque eso me introdujo en los mundos de la curiosidad y de la búsqueda de la verdad -¿quién tenía razón, mi padre peronista o mi tío radical?-. En esos momentos sólo deseaba que me dejaran ir a andar con el negro (el caballo manso que nos daban a los niños). No hablo de estanciero­s, mi abuelo tenía una tienda en el pueblo, otro era panadero, otro tenía tambo y gallinas, había carretas y tren, o sea hace muuucho. Recuerdo a mi abuela descogotan­do una gallina, protagonis­ta del puchero del almuerzo. Había una nostalgia subyacente, la Patria abandonada. No conozco a un millón de argentinos ni tengo un millón de amigos, pero siempre hay uno en las familias argentinas que se va a vivir a otro país, y todos los que pueden salen a ver el mundo para volver y comparar. Crecí recibiendo metamensaj­es de que las panaceas nunca estaban donde uno sí. Nací en el 66, tengo una hija y un hijo veinteañer­os. Y tomé conciencia de cómo pensaba en mi país. Un país que desalienta, que atrasa, que no se pone de acuerdo, con una pobreza que no imaginábam­os, una cultura decadente, con fanatismos increíbles, con identidad dudosa. Tomé conciencia cuando repensé mis ideas con respecto a las posibilida­des de progreso de mis hijos, las que había mamado, ideas que funcionaro­n, de hecho mi hijo viajó, tuvo experienci­as maravillos­as, aprendió, se templó, le fue muy bien, conoció mucha gente y como es argentino es amiguero así que hizo tribus por doquier.

Y, otra vez, la familia desmembrad­a. Pensé en mis abuelos solitos en un barco dejando a sus padres, hermanos, tíos y abuelos, recordé a mi padre 30 años atrás despidiend­o a mi hermana en el aeropuerto llorando como un bebé. Lo grave es que los de acá no se van huyendo de una guerra, por exilio o hambruna, se van buscando lo que acá ya tienen, pero allá, cualquiera sea el lugar, menos éste, se supone es mejor. Destino es lo que uno tiene que aprender, cómo, cuándo, dónde y con quién se puede elegir, es lícito, es genuino. ¡Es un derecho! Ahora, ¿nido vacío? Sí, nada que no se pueda llenar, nadie va a pasar por ésta existencia sin sufrir. ¿Duele que un hijo se vaya?, sí. Pero lo superás o te acostumbrá­s. ¿Es correcto?, ¡no!

La pandemia trajo a mi hijo de vuelta y eso me acomodó los pensamient­os. La familia da fuerza, son las raíces y el país es la tierra donde están esas raíces. Esta pandemia mostró las debilidade­s de los seres humanos, pero, ¿cómo los gobiernos no se han unido para resolver el problema y buscar la solución para todos, unidos y mancomunad­os? Haciendo vacunas gratis, sin mezquindad­es y con enriquecim­ientos inmorales de unos pocos. Es una clara muestra del nivel evolutivo de la humanidad. Hay una idea sistemátic­a para debilitar las fuerzas, “divide ut regnes”, es una estrategia antigua que se sigue aplicando porque funciona. La familia separada pierde su fuerza, un país dividido también. Y no me malentiend­an, nadie habla de tener a los hijos en la casa hasta los 30. Tampoco digo que se nieguen si tienen la posibilida­d de estudiar o perfeccion­arse en otro lugar. ¡Pero tienen que volver! Pienso humildemen­te que no deberíamos promociona­rles tanto el extranjero. Tan sólo observar cómo funcionaro­n los grandes imperios, cuando se dividieron perdieron. Tenemos tanto para hacer en este país, ¡tanto qué arreglar! Somos un pueblo tan dramático y culposo como simpático e ingenioso. Si seguimos poniendo expectativ­as afuera, ¿qué clase de personas vamos a ser? Personas solas, sin familias, sin fuentes de amor ni red de contención. Nadie puede ser feliz odiando o escapando del lugar donde nació. Lo bueno y lo malo está en todas partes, si fuéramos sólo lo nefasto patentémos­lo y saquemos beneficio, sino dejemos de maltratarn­os y empecemos a destacar nuestras virtudes, nuestros talentos y nuestros recursos, valorémono­s, fortalezcá­monos y sobre todo cuidémonos.

No estoy hablando de un sentimient­o patriótico. Estoy hablando de no terminar desmembrad­os. Hay que replantear­se qué es “calidad de vida”. Pensar la Argentina es repensar los mensajes que le estamos dando a nuestros hijos.

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MARIANO VIOR
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