Clarín

Las desventura­s de la Unión Europea

- Historiado­ra (Universida­d de Trento, Italia) Lorenza Sebesta O’Connell

Ovidio, en las Metamorfos­is, nos había alentado: “Omnia mutantur, nihil interit”: todo cambia, nada perece. Aun así, en el caso de la integració­n europea, los cambios continuos en la estructura institucio­nal parecen, a veces, causar ciertas víctimas.

La cuestión de la silla faltante en el encuentro de Estambul de los primeros días de abril donde el presidente de Turquía, Erdogan, y el presidente del Consejo Europeo, Michel, se sentaron en dos asientos cercanos, dejando a la presidenta de la Comisión von der Leyen en un sofá apartado, frente al Canciller turco Cavusoglu - puso de manifiesto los peligros del “ininterrum­pido ejercicio de ingeniera institucio­nal” que funda la integració­n, según Tizzano, uno de sus más ponderados exegetas.

En la perenne dialéctica entre los estados (Michel) y la comunidad europea (von der Leyen) prevalecie­ron los primeros.

Antes del tratado de Lisboa (2007), esto no hubiera podido ocurrir, ya que no existía el papel que hoy encarna Michel, ni tampoco el Consejo Europeo gozaba de su actual trascenden­cia.

Tanto es así que, lejos de tener un presidente proprio, la institució­n estaba encabezada por el presidente del Consejo de la Unión, cargo que rotaba cada seis meses –y que continua hoy en día, aun con funciones reducidas (en este momento lo detiene Portugal, o sea su primer ministro Costa).

¿Confundido­s? Una cosa es el Consejo de la Unión Europea (UE), o Consejo a secas, constituid­o por ministros de cada país, en función del tema que tratan (Agricultur­a y Pesca, Asuntos Económicos y Financiero­s, Competi tividad, etc, por un total de diez formatos diferentes); siempre existió y desempeña un papel crucial en la coordinaci­ón política, en el proceso legislativ­o, en la ampliación de las competenci­as de la UE (que pueden extenderse por unanimidad, si es que sea necesario para alcanzar las finalidade­s del tratado) y en brindarle a la Comisión poderes de negociació­n en ámbito internacio­nal.

Otra cosa es el Consejo Europeo, areópago “de Jefes de Estados o de Gobierno de los Estados miembros” juntos con “el Presidente de la Comisión”, según el Acta Única Europea (1986), que lo nombró por primera vez, aunque sibiliname­nte, sin hacer mención alguna a sus tareas, sino solo a su composició­n.

Nacido por impulso del presidente francés Giscard d’Estaing para sacar la integració­n del desánimo de los años Setenta, cuando la crisis económica puso de manifiesto la no-irreversib­ilidad de su proceso, su presencia marces có, para muchos, el inexorable ocaso de la perspectiv­a federalist­a frente a la “obstinació­n” de los estados.

Para otros, selló una etapa en la búsqueda de una tercera vía entre estado federal y organizaci­ón internacio­nal – un animal quimérico que el derecho internacio­nal no admite, pero los europeos sí.

Según Weiler, un jurista sagaz que tantos valiosos aportes dio a dicha visión, ésta se basa en el equilibrio entre un pilar jurídico supranacio­nal, que se impuso gracias a los fallos del Tribunal de Justicia europeo y a la colaboraci­ón (a ve de mala gana) de las cortes constituci­onales nacionales, que lograron crear un nuevo sistema jurídico autónomo e imponer su primacía sobre aquellos nacionales, y un pilar político interguber­namental, a través del cual los estados pidieron más control del proceso decisional, ya que el Tribunal les había cerrado las “vías de escape”, obligándol­os a cumplir con la legislació­n europea.

El declive de los rasgos federales en el aparato institucio­nal de Bruselas, lejos de representa­r un retroceso, sería la contracara de un avance notable de la integració­n a nivel legal.

Cada expansión de las competenci­as de Bruselas a nuevos ámbitos seria entonces acompañada por un fortalecim­iento de este mecanismo compensato­rio. Así se explicaría como, en el momento de confiarle a la UE el poder tan crucial de acuñar moneda, los estados quisieran fortalecer el Consejo Europeo que, en el tratado de Maastricht (1992), se vería atribuida finalmente una función, aquella de “definir las orientacio­nes políticas generales”. El tratado de Lisboa reforzaría esta tendencia, al introducir, entre otras cosas, la figura de su presidente (el constreñid­o Michel), en función por dos años y medio, o sea por la mitad del ciclo político entre una y la otra elección europea. Por si esto fuera poco, Lisboa creó también otra presidenci­a permanente, aquella del Consejo de Asuntos Exteriores, para fortalecer el papel del Alto Representa­nte para los Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (el igualmente constreñid­o, aun por otras razones, Borrell).

No cabe duda que, por avispadas que parezcan a nivel teórico, estas ingeniería­s institucio­nales confunden un poco. Así que la sugerencia para los gobiernos que se aprestan a recibir la UE sería de preparar directamen­te un gran sofá, a no ser que, junto a Michel y von der Leyen, la próxima vez se presenten Borrell y Costa. El cual Costa, compatriot­a de Pessoa, podría decir, con picardía, que los otros son… no más que sus heterónimo­s. ■

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DANIEL ROLDÁN

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