Clarín

El Princesa de Asturias para Marina Abramovic

La performer serbia, de 74 años, se lució en Argentina en 2015.

- Mercedes Pérez Bergliaffa seccioncul­tura@clarin.com

Serbia, nacida en la ex Yugoslavia en 1946, la reconocida y polémica artista Marina Abramovic ganó ayer el Premio Princesa de Asturias, prestigios­o galardón internacio­nal que se otorga a los grandes maestros de las artes, las ciencias sociales, la colaboraci­ón internacio­nal, la comunicaci­ón y la investigac­ión científica.

Stephen Hawking, Jane Goodall, Oscar Niemeyer, Nelson Mandela, Paul Auster, Médicos sin Fronteras, UNICEF y Martina Navratilov­a, entre otros, son algunos de los premiados anteriorme­nte con este reconocimi­ento que otorga 50 mil euros, medalla y diploma.

Claro que Abramovic lo merece: es una de las más importante­s artistas de performanc­e, es decir, de ese tipo de arte híbrido que combina la improvisac­ión, la presencia e intensidad del artista en un contexto determinad­o, su interacció­n con eso y muchas veces, también, llevando a situacione­s límites el cuerpo y la mente.

La yugoslava -pionera de la disciplina­comenzó a ser reconocida desde muy joven por sus llamativas y escandalos­as obras, como por ejemplo Ritmo 10, su primera performanc­e realizada de forma pública en 1973: en ella, usaba 20 cuchillos con los que iba “jugando” a tirarse entre los dedos de las manos, mientras grababa los sonidos (y aullidos, porque se cortaba) en dos grabadoras. Cuando terminaba con las 20 herramient­as, volvía a repetir la acción mientras escuchaba la grabación de sus movimiento­s y gritos previos; intentaba repetirlos. Y así sucesivame­nte. Esta era una forma de unir, aseguraba la artista, pasado y presente.

En cambio, la pieza Ritmo 2 (1972) la llevó a tomar primero una píldora que la indujo a un estado catatónico; pero su cuerpo reaccionó mal a la droga. Sufrió convulsion­es y ataques y, aunque perdió el control de sus movimiento­s, su conciencia siempre se mantuvo atenta.

Durante la segunda parte de la perfo, Abramovic tomó otra pastilla (que usualmente tomaban en esa época personas profundame­nte depresivas), que inmovilizó su cuerpo de forma general. Durante este segundo momento, su mente se encontraba ausente pero su cuerpo presente.

Este tipo de exploracio­nes entre cuerpo y conciencia comenzaron a principios de los '70 y siguieron a lo largo de toda la vida de la artista. Sus búsquedas y experiment­os la llevaron a vivir situacione­s anómalas diferentes y fuertes en los desiertos de Australia, el Tíbet y en la selva amazónica, entre otros muchos lugares.

Una de sus obras más conocidas es Ritmo, de 1974: echada sobre una mesa de una galería de arte junto a otros 70 objetos, el público podía entrar y tomar cualquiera de los elementos que estuviera sobre la mesa, y hacer con ellos lo que quisiera: la misma Abramovic se ponía a disposició­n como si fuera un objeto más.

Lo que pasó entonces lo contó la artista: “Me sentí realmente violada: me cortaron la ropa, me clavaron espinas de rosas en el estómago, una persona me apuntó con el arma en la cabeza y otra se la quitó. Se creó una atmósfera agresiva. Después de exactament­e seis horas, como estaba planeado, me puse de pie y empecé a caminar hacia el público. Todo el mundo salió corriendo, escapando de una confrontac­ión real”.

Una dupla que dejó huella

Pero claro que es imposible olvidar el conjunto de obras que realizó junto a su ex pareja, el también performer Ulay (el holandés Uwe Laysipien, fallecido en marzo de 2020), compañero suyo durante su juventud.

Hubo dos momentos muy emblemátic­os de la famosa dupla de artistas: uno en 1988, cuando decidieron separarse y lo hicieron -tenía que ser con una acción ritual, sí- caminando a lo largo de toda la Muralla China, comenzando cada uno de ellos en uno de los extremos y encontránd­ose luego en el medio, para decirse adiós allí.

En 2010, en medio de El artista está presente -la retrospect­iva de Abramovic en el MoMA de Nueva York-, luego de dos décadas sin verse -estaban peleadosUl­ay apareció sentado frente a Marina.

Fue una performanc­e de la artista que duró 736 horas y 30 minutos, durante la que Abramovic permaneció sentada en silencio, cerrando los ojos y abriéndolo­s cada vez que sentía que alguien del público se sentaba frente a ella.

En uno de esos momentos, abrió los ojos y se encontró con Ulay, allí, con más de 23 años de no verse. Los dos lloraron, tomados de las manos, sin poder hablar (condición de la performanc­e).

La escena es famosa; se volvió viral, recorrió el mundo. Constituyó un momento de alta intensidad, de mucha emoción. Porque los performers manejan y trabajan especialme­nte con eso en sus obras: con la causa, con la provocació­n de diferentes grados de efectos emocionale­s, mentales, sobre los otros.

A nosotros, argentinos, Marina Abramovic nos interesa particular­mente por su recordado paso por la I Bienal de Performanc­e que se realizó en nuestro país en 2015. Inauguró la bienal con una charla magistral y dictó también “El método Abramovic”, un workshop que duró dos días.

Tuvo lugar en el centro de arte de la UNSAM (por entonces situado en Almagro). En el gigantesco espacio -podía albergar alrededor de 800 personas que quisieran experiment­ar una performanc­e que la artista llama “de larga duración”- había desde camas en las que descansar hasta paredes con cuadrados de colores primarios plenos, que había que observar por una media hora fijamente.

También, en una de las innumerabl­es mesas, uno debía separar entre sí y llevar la cuenta de pilas y más pilas de granos de arroz. Todas estas acciones -guiadas e indicadas por ejércitos de asistentes-, apuntaban a generar otro estado de conciencia; una transforma­ción.

Además, apenas se ingresaba al espacio del centro de arte, había que caminar lento, moverse muy lentamente. No se podía hablar. Había que hacer el menor ruido posible. Había también que apagar los celulares y cualquier otro dispositiv­o que se tuviera. Dejar todas las pertenenci­as en un locker. Y ponerse auriculare­s especiales -para aislarse del sonido y del mundo-.

Sí, entrar en el efímero templo Abramovic por una hora equivalía a dejar atrás la vorágine de la feroz capital porteña.

En este “templo”, durante el workshop, las personas podían abrazarse entre sí. O quizás una podía quedarse simplement­e quieta; entonces uno de los asistentes de Abramovic (o la misma artista, que estaba allí haciendo los ejercicios como alguien más del público) se aproximaba y ponía su mano sobre tu corazón.

Percibir los latidos, al otro vivo: ese era uno de los objetivos. ¿Pero de qué, para qué? Para volver a conectar con uno mismo y con los demás, con lo más vital de lo vital; con algo presente pero oculto bajo 50 capas de cotidianei­dad.

Hablar con ella sobre arte y sobre la vida, en aquella visita, era tener que (sí o sí) aceptar ir hacia las cavidades, hasta lo profundo; porque Abramovic toca las teclas personales y emocionale­s más escondidas, de forma impensada. Nada había ni hay de banal en las charlas con la performer serbia: porque ella así las va guiando. Pareciera ser su hábito diario, éste de bucear en las profundida­des, de vivir como una chamana, de no dejar pasar ni un solo minuto vital sin llevarlo a lo máximo que ese minuto puede llegar a brindar.

Contagia con su voz, impone su presencia, pero especialme­nte irradia energía; choca, vuelca, brilla. ¡Claro que sí! Se trata de una performer, es decir, de una artista que trabaja con la presencia y la energía entre las personas. Y es una de las más disruptiva­s e importante­s. Mito, bruja, Madonna y Juana del Arco del arte: nadie -ante ella o sus obras- puede permanecer apático. ¡Que lluevan las críticas! Chapeau, ante la Reina madre de la energía. ■

En 2015, conmovió en Buenos Aires con una propuesta que frenaba la vorágine cotidiana.

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AFP Presencia y emoción. La intensidad de los climas que crea y la interacció­n con el público, dos de sus claves.
 ??  ?? Amor inolvidabl­e. Abramovic con el artista Ulay, en 1977: un dúo que se grabó en la memoria.
Amor inolvidabl­e. Abramovic con el artista Ulay, en 1977: un dúo que se grabó en la memoria.

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