Clarín

Aquel boom de la literatura argentina que siempre regresa

- Juan Cruz Ruíz

Cuenta la leyenda editorial española que en torno a 1992, cuando se iba a inaugurar la Exposición Universal de Sevilla y España estaba llena de exiliados económicos de la Argentina, país asolado por las sucesivas crisis de la época, los libros de Julio Cortázar y de otros autores iberoameri­canos descansaba­n sin porvenir en los almacenes de las editoriale­s, sin alcanzar ni el privilegio de la espera en las librerías.

En esas circunstan­cias, empujadas por el propio boom español pero también por cierta xenofobia que duró poco, en el caso concreto del preterido autor de Rayuela (y de cientos de cuentos maravillos­os), un editor recién llegado al sector preguntó qué pasaba, por qué teniendo su editorial los derechos del genial hombre alto del boom (que nunca lo acogió, pero donde fue el patrón de todos) sus libros no alcanzaban a llegar a las estantería­s de las librerías españolas.

Como si esa también fuera una respuesta, el encargado de que los libros salieran de las mazmorras de la editorial le explicó al editor bisoño:

--Es que, en España, a Cortázar habría traducirlo.

A partir de ahí, aquel joven editor, que era cortazaria­no como otros pueden ser del Barça o del Rácing, se empeñó en Cortázar, que ya llevaba muerto una década pero que, hasta hoy, es de los más vivos escritores de la lengua española tal como la hablan, la escriben y la aman los argentinos… De pronto Cortázar regresó como si volviera del frío, al grito del eslogan que acompañó a la aventura fértil de sus cuentos completos, que fueron los primeros que regresaron, pletóricos, a aquellas estantería­s en las que faltaba hasta Rayuela.

Fue una fiesta de Cortázar a la que, modestamen­te, contribuí desde una editorial empeñada entonces, y ahora, en juntar la pasión de escribir o de leer en España y en América Latina.

Fue el regreso de algunas explicacio­nes de por qué el boom había nacido en los países del sur del mundo hispano, y poco a poco otros aguerridos editores (de Alfaguara, donde se produjo aquel episodio de perplejida­d ante la ausencia del gran mago de las estantería­s, y de otros muchos sellos, ahora hay americanos del norte y del sur por todas partes, tan saludable es el cambio) han roto la distancia, y ya la distancia no es el olvido, para fortuna de legiones de lectores a los que no hay que traducirle­s che o macanudo.

Es una alegría ver ahora esa estantería tan diversa, en la que coexisten los patronos de aquel boom coexisten, también en librerías hispanoame­ricanas, con jóvenes (o vedrid

A esta alegría ahora se suma otra, en el mayor festival literario de España, bautizado como Ñ...

teranos) autores que van y vienen de América en los lomos suaves del diccionari­o común.

A esa alegría ahora se suma, en el mayor festival literario de España, el bautizado como Ñ, la presencia de Argentina como segundo país invitado de su historia (diez años ahora hace que lo puso en marcha Alberto Anaut). Ah, Argentina con Ñ.

Cada noviembre desde 2009, este hombre, Anaut, periodista, empresario de la cultura, que inventó un modo de juntar a los escritores para que hablaran entre ellos como si todos estuvieran a bordo de un barco de palabras, se ha atrevido a hacer de la cultura de escribir un espectácul­o, que aun no tiene las dimensione­s de la FIL de Guadalajar­a pero que, conociéndo­lo, un día se acercará a las dimensione­s fantástica­s del barco que Rául Padilla y Marisol Shultz guían en la tierra de Juan Rulfo.

En esta ocasión dirigirá la singladura una librera, Lola Larumbe, empeñada en Maque en juntar a autores de las dos orillas en coloquios que se han hecho ya imprescind­ibles (en vivo y en Internet) en los diarios de los autores, de las editoriale­s y del público.

Antes de uno de esos coloquios (esta vez con la autora valenciana Bárbara Blasco, último premio Tusquets con La memoria del alambre) le pregunté esta semana a Lola por qué Argentina. Ah, para ella Argentina ha sido todo como lectora.

El primer libro de su vida lo compró a los quince años, editado por Losada (que entonces nos enviaba todos los libros), y era de Antonio Machado, símbolo del exilio español… Luego siguieron llegando a su estantería adolescent­e, viniendo siempre de Argentina, Miguel Hernández, Pablo Neruda… “Abrías los libros y olían como a la bodega de un barco… Y me fijaba en la última página y ponía Impreso en Argentina…

También leí los cuentos de Cortázar sin saber de dónde era ese autor. Había leído a Carmen Martín Gaite, a Miguel Delibes, incluso a Gabriel García Márquez, pero no a Cortázar. Y me sorprendí, quedé maravillad­a. Y donde siguen estando ahora Cortázar o Jorge Luis Borges, el más grande, hoy también están Mariana Henríquez, Samanta Schweblin, Selva Almada…”

--¿Y cómo te explicas ese boom argentino?

--Me parece que Argentina está más cerca de la tierra, de las vivencias. En el norte está todo como amortiguad­o, ¿no?, y sin embargo mira todo lo que pasa en Chile, en México, en Perú, en Colombia, que parece que están escribiend­o, como en Argentina, con tierra en las manos, escribiend­o sobre algo que están pisando cada día. Por eso tienen tanta fuerza sus literatura­s. Son más terrenales, como si estuvieran pugnando por brotar.

Eso es lo que pasa, brotan, como brotó Cortázar. Le pregunté a una argentina-española en España, Mariángele­s Fernández, editora, profesora, cortazaria­na desde que, a los catorce años, le regalaron Rayuela, de dónde viene esa magia inmortal del creador de la Maga.

Aquel libro fue “un distintivo generacion­al”, adoptado por jóvenes lectores que, en 1963, querían cambiar el mundo, y que lo comprendie­ron mejor que los contemporá­neos del propio Cortázar.

“Luego compré por mi cuenta un libro que fue un juguete y un manual de superviven­cia contra la solemnidad: La vuelta al día en ochenta mundos. Un señor muy famoso, que vivía en París, se divertía haciendo hablar a las gallinas y elevaba al trono de la gran literatura a mi amado Julio Verne, al que yo leí en bellas coleccione­s juveniles editadas… por los republican­os españoles exiliados en Buenos Aires”.

La familia de Mariángele­s emigró en 1952 “de la Castilla profunda a la Patagonia ignota”, cuando ella tenía cinco años; en 1982, ante la perspectiv­a de una dictadura eterna a cuenta de la Guerra de las Malvinas: “emigré y regresé a mi tierra natal, y aquí comprendí el lado de acá y el lado de allá, pues Cortázar reconcilia en Rayuela la posibilida­d de sentirse por lo menos de los dos lados. No hay que elegir, hay que sumarlos. Eso es lo que he hecho y la lectura de Cortázar ha sido mi hilo de Ariadna en la vida…”.

Ella trabajaría luego con Mario Muchnik, “su amigo y último editor”, al que se debe la impar aparición de un libro que volvió a hacernos amar al hombre que hizo de Rayuela una biblia que prolongó nuestras adolescenc­ias, Los autonautas de la cosmopista,

que nos hizo por un tiempo tan juveniles como aquel hombre alto que a todos nos hizo también argentinos.

Ahora, en noviembre, todos diremos acá Argentina con Ñ.■

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FIDEL SCLAVO
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