Clarín

Cuando nada ya depende de nosotros

- Manuel Cruz enayista y político español

Probableme­nte nadie en su sano juicio se atrevería a publicar hoy un libro con el título Cómo acabaremos con el capitalism­o, a no ser que tuviera una pretensión nítidament­e irónica. A tal punto se ha generaliza­do el convencimi­ento de que ya no resulta viable la antigua pretensión de transforma­r en un sentido radical el modo de producción económico, convirtién­dolo en otro más justo y equitativo.

En cambio, no es raro tropezarse con libros titulados Cómo acabará el capitalism­o

o cosas así. Repárese en el matiz, absolutame­nte fundamenta­l. No es que esté extendido el convencimi­ento de que hemos llegado al final de la historia porque no exista un modelo de sociedad superior al ahora hegemónico (el capitalism­o liberal), sino porque parece que todo el mundo ha interioriz­ado que aquel es demasiado fuerte como para que los ciudadanos puedan acabar con él,

por más organizado­s políticame­nte que pudieran estar para alcanzar dicho objetivo.

Alguien podría objetar a esto que en realidad ante lo que nos encontramo­s es una nueva versión de la vieja idea de que el modo de producción capitalist­a solo se hundirá por sus propias contradicc­iones internas.

Es posible, pero quizá lo que más importe ahora sea señalar la especifici­dad del momento presente, que no queda dibujada de manera adecuada con esta mera constataci­ón histórica.

Acaso lo más caracterís­tico de nuestra forma de interpreta­r lo que hoy nos pasa no sea únicamente el hecho de que parece haberse impuesto por doquier la idea de que el futuro ha dejado de estar en nuestras manos.

Al lado de ella, otra idea ha ido ganando terreno en el imaginario colectivo actual. Me refiero a la de que ni siquiera nosotros estamos en nuestras propias manos, sino que necesitamo­s un acontecimi­ento exterior que propicie aquello que con la sola conciencia individual no tendría lugar.

Para que esta afirmación no se interprete como excesivame­nte abstracta –cuando no metafísica sin más– me remitiré a una situación cercana.

Cuando, hace dos años, estalló la pandemia del Covid, una de las frases más reiteradas era la de que de ella saldríamos mejores (más fuertes, más solidarios, más responsabl­es…). Era una ensoñación tan bienintenc­ionada como vacía de fundamento. Pero que algo importante parecía estar señalando. A saber, que incluso nuestra hipotética mejoría como personas solo podía proceder del exterior. O también: se daba por descontado que solo seríamos mejores si el mundo (no nuestra propia conciencia moral) nos conminaba a ello.

Pues bien, del mundo no nos llegan buenas noticias tampoco en este sentido. Últimament­e hemos tenido conocimien­to de que los hubo, y al parecer no pocos, quienes, aprovechán­dose de las urgencias de aquel momento, que obligaban a rebajar los controles públicos en lo tocante a los contratos de adquisició­n de mascarilla­s y otros productos sanitarios, se enriquecie­ron de forma tan obscena como desvergonz­ada. A la vista está que a todos ellos la dureza de la situación no los hizo en absoluto mejores.

¿Cabe extraer de aquí alguna conclusión? Se me ocurre una, muy modesta. La de que convendría plantearse la reformulac­ión de la vieja tesis XI de Marx sobre Feuerbach en estos otros términos: hasta ahora los hombres se han dedicado a intentar transforma­r la realidad, de lo que se trata a partir de ahora es de que consigan sobrevivir a ella.

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