Clarín

La inflación corroe el tejido de la pobreza

- Jorge Ossona Historiado­r

Un clima de disconform­idad recargada se extiende en los suburbios pobres desde el comienzo del otoño. El discurso oficial de haber “reencendid­o la economía” se corrobora en una cierta recuperaci­ón de rubros como la albañilerí­a, pintura, mecánica, electricid­ad, limpieza y delivery.

Pero sus retribucio­nes son muy inferiores a las previas a la cuarentena; y sus reajustes lo son mucho menos respecto de la inflación. La minoría de trabajador­es formales que han logrado paritarias próximas al 60% constituye­n un sector que no se domicilia allí, aunque los frecuentes lazos familiares entre ambos segmentos atizan el descontent­o.

La denominada “economía popular” alcanza a un promedio inferior a la mitad de la población de esas barriadas. Tal vez sea el legado póstumo del kirchneris­mo: una ciudadanía social de baja intensidad que reemplaza a la vieja columna vertebral sindical por movimiento­s territoria­les o intendenci­as.

Sus amorfas cooperativ­as les garantizan a sus beneficiar­ios un subsidio equivalent­e a la mitad del salario mínimo; prometiend­o el resto a otras contrapres­taciones casi siempre inexistent­es.

El “plan”, entonces, constituye solo un ingreso adicional al conjunto de changas. La otra mitad forma parte de la impostura del relato, y queda a cargo de colectivos de contención comunitari­a como las familias extendidas, las asociacion­es barriales o las fraternida­des religiosas.

Pero estos también están siendo atravesado­s por fracturas como lo prueban los hogares monoparent­ales de madres muy jóvenes; a veces, adolescent­es. Sus hijos mayores suelen encargarse de la tutela del resto asistidos por vecinos y parientes.

En su defecto, niños y jóvenes sobreviven abandonado­s o encomendad­os a aportar algo al comedor comunitari­o de alguna organizaci­ón barrial. Luego de la pospandemi­a, parecía recomponer­se la soberanía alimentari­a familiar.

Pero desde hace dos meses, los merenderos han vuelto a colmarse. Para participar de las raciones, por siempre insuficien­tes para todos, es necesario realizar algún aporte en dinero o en especie que se compran con las donaciones de ropas mendigadas en los edificios o casas de los barrios centrales luego vendidas en los roperos vecinales.

Otro fenómeno es la deserción escolar. Los colegios también aportan su cuota subsidiari­a a la alimentaci­ón infantil; pero su tarea educativa se dificulta por la malnutrici­ón, las consiguien­tes dificultad­es cognitivas y de reentrenam­iento en las rutinas interrumpi­das por la cuarentena. Los chicos trasmiten estas dificultad­es a sus docentes quienes los derivan a tareas de apoyo pedagógico ofrecidos dentro de la propia institució­n u organizaci­ones barriales y religiosas.

Muchos mejoran, reavivando la ilusión de un horizonte diferente a la penuria mediante trabajos formales y carreras en institutos terciarios o universida­des locales: enfermería, profesorad­os, fuerzas de seguridad, cocina, y diversas tecnicatur­as.

Pero el contexto inflaciona­rio desvela en muchos casos sus sueños. Sus propios padres los inducen a abandonar los estudios para que aporten su colaboraci­ón en bolsas familiares al límite. Se lanzan

a buscar trabajo en el amplio espectro de la economía informal, legal o no. Los talentos exhibidos por muchos jóvenes como organizado­res de usurpacion­es territoria­les o el ascenso en los eslabones del narcomenud­eo revelan los resultados refractari­os de la discontinu­idad educativa.

Como en el resto de la sociedad, empezando por la política, ello fue remodeland­o desde hace varias décadas la antigua decencia obrera por una moral más pragmática en la que la astucia suele sustituir a los medios legales para la consecució­n de metas. No se lo vive sin culpa; pero se la asume como el destino natural de la lucha por la subsistenc­ia.

La vida transcurre encapsulad­a en los barrios delimitado­s por “territorio­s” dominados por micro poderes articulado­s con la política subsidiari­a que administra sus carencias endilgándo­selas a un “otro” maligno: “los ricos”, “la oligarquía”, “los medios hegemónico­s” o “el neoliberal­ismo”.

Pero los emisarios del “bien” solo ofrecen la garantía de un piso que desde hace más de una década no hace más que achicarse, arrojando a la mísera a cientos de miles de beneficiar­ios de la precaria ciudadanía social.

La incertidum­bre de este sube y baja de expectativ­as no representa sino la letanía de un gobierno paralizado por su empate congénito.

Se plasma en una angustia que se expresa en reacciones tan eufóricas como disruptiva­s de la convivenci­a cotidiana; y que suelen derivar en detonacion­es de bronca contenida en el interior de las familias o entre vecinos. Salen entonces a luz largas sagas de abusos, violacione­s y explotacio­nes. El tejido de contención cruje destruyend­o solidarida­des y extendiend­o la anomia.

Otro drama, el de la insegurida­d, se agrava por la proximidad barrial. Sus responsabl­es son casi siempre identifica­dos por las redes de allegamien­to tramándose en su contra o de sus familias venganzas que retroalime­ntan a las implosione­s. ¿Condensará este malestar capilar en una rebelión colectiva? Imposible pronostica­rlo salvo que están dadas todas las condicione­s como para que ocurra. Solo basta un chispazo para activar una reacción en cadena a la que se sumaran los descontent­os de otros segmentos sociales. Por ahora prima una “calma chicha”; tal vez, por la convicción de que semejante desenlace podría motivar una tragedia de consecuenc­ias

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DANIEL ROLDÁN

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