Mi palma, como mis palabras, se ha transformado en un puño: memorias de una poeta que es boxeadora
Sin vueltas. “Me gusta por su estilo directo. No se pega por la espalda ni al caído”, dice la autora sobre la cultura del ring. Cuenta también que en el gimnasio la mandaban a hacer “ejercicios de chicas”.
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Tengo cerca de 12 años y mi tío se prepara para salir a correr. Lo veo darse una vuelta entera y luego otra con tiras de nylon negro sobre su propio torso que luego cubrirá con dos remeras. Lo he visto hacer temporadas de ayuno, a la vez que se engullía, en otras ocasiones, grandes platos de hidratos de carbono. Lo he visto llegar del trabajo cansado, listo para tomar la soga de saltar.
Él despertaba en mi gran admiración, así, nació un interés en la infancia. El boxeo (junto con la poesía) aparece ligado a ciertos deseos fundacionales, por lo que me es imposible pensar en el cómo, en un símbolo de algo que lo trascienda, aunque, como escribe Joyce Carol Oates, puede que la vida sea una metáfora del boxeo; un combate que sigue round tras round, jab tras jab, golpes rápidos y golpes errados, ganchos, ninguna certidumbre... la campana y vos y tu adversario en una pelea tan pareja que es imposible no ver que, de algún modo, el otro sos vos misma. La vida es como el boxeo... pero el boxeo, solo se parece al boxeo.
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Supongo que todo se inició como un juego. General Alvear, al sur de la provincia de Mendoza, principio de los 2000. Me acerqué al gimnasio siendo una adolescente. Todos los gimnasios se parecen. Recuerdo las paredes espejadas del local donde entrenábamos, luces estridentes que colocaban a los cuerpos en un lugar privilegiado de exposición. Todos los cuerpos que circulan por el mismo establecimiento deportivo terminan mimetizándose y dividiéndose: varón y mujer. Si bien no existe algo que establezca lo que una chica puede o no hacer dentro de los gimnasios, hay un dispositivo constante para alejarte de tus deseos. En innumerables ocasiones, llegado mi momento de ir a guantear, lo que implicaba trasladarme al sector más bien masculino, se me recomendaba ir a entrenar con las chicas, a la vez que se me escamoteaban pesas con el pretexto de que no lograría levantarlas.
Por esos mismos años, hacía 40 km diarios en bicicleta, trabajaba todo el horario de comercio y estudiaba en un terciario por las noches. Recuerdo que en determinado momento mi cuerpo simplemente dejó de funcionar. Ba
jadas de peso, cansancio y dolor. El cuerpo de un boxeador(a) está tradicionalmente asociado a su peso; yo no llegaba a los 50 kilos. El entrenador siempre me veía bien: linda y flaca. Entonces fui al médico que me diagnosticó una anorexia nerviosa a los 20 años. El dato, aunque doloroso, fue la demostración empírica de que en ese lugar donde quemé horas y horas en ostentosos aparatos, montada en el caballo de mi propia auto-exigencia, no solo no estaba incrementando en mí ninguna potencia, sino que, de algún modo, me estaba discapacitando para combatir, para subsistir y para defenderme. Lo que significó una pérdida de tiempo irrecuperable. Y de cuerpo. Porque después de todo qué es un boxeador, sino su cuerpo.
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Martín me esperaba en la Calle Molinero Tejeda de Las Heras, en el gimnasio del campeón mundial de peso pluma Pablo Chacón. El boxeador retirado es un viejo héroe que guía a los más jóvenes por su itinerario. El boxeo guarda
algo de épica; tiene carne, no como un poema contemporáneo. Claro que también está el poder.
Tímida, me ubiqué en una esquina, acercándome cada vez más al ring; ahí, una pareja o dos de boxeadores combatían durante 10 rounds. Todo en un tiempo propio, como una coreografía. La mayoría eran varones, pero también había un par de chicas. El entrenamiento era distinto al que hacemos nosotros, ahí pasa siempre lo mismo, no se aburren. El aburrimiento, según Norman Mailer, crea aversión a la posibilidad de perder. Estos pibes tienen hambre de pelear. Oates escribió que ver boxear en serio es arriesgarse a momentos que podrían llamarse de pánico animal, una sensación de que algo desagradable está sucediendo frente a nosotros y observarlo nos hace cómplices. Mientras una se pregunta qué está sucediendo, qué hago acá, esto qué significa. Los rounds iban transcurriendo. Ojos y labios se hinchaban, los músculos cada vez más tensos, testimonio de una comunicación entre cabeza y cuerpo cada vez más rápida, más brusca. Eventualmente sangraba una nariz. Hace años que no veía algo así, no se puede decir que me guste. Es otra cosa en el orden del vértigo, del instinto y la fascinación. Martín nos enseña a observar los hombros y el torso del contrincante, porque los ojos mienten. Pero estos ojos, apuntados hacia la nada, perdidos en un punto indescifrable al llamado de pegale, no lo perdones, cuidado con los ovarios. Ese abrazo que se daban dos por tres: clinch se llama la técnica de rodear a tu enemigo con los brazos como descansando en él, evitando que te pegue para que el árbitro los separe, y obtener 10 segundos más de aire. El ambiente se tornó cada vez más asfixiante, los combates se iban apagando pero la sensación de peligro seguía ahí. Esa tarde fui directo desde el neumonólogo a observar esos cuerpos desintegrándose. No es bonito, ya lo sé, pero, como en el amor y en el odio, lo que nos mueve es el hambre. Llegué ahí, buscando mis 10 segundos de aire. Por suerte estaba Martín como mi entrenador, o un amigo, como una ética externa que me dijo: es tarde, hora de retirarnos.
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El año pasado llegué a boxeo mixto abrumada por la pandemia y la ansiedad, desahuciada por un diagnóstico de asma que arrastraba desde la infancia pero que trato ahora y con ganas de retomar. El gimnasio quedaba en el pasaje Las Orquídeas de la ciudad de Mendoza donde supo funcionar la Casa por la Memoria. Me gustaba la idea que sugiere el nombre: mixto, para mí, transgrede mucho más que el sistema sexo-género. Ahí me encontré por primera vez con Luca, quien se convertiría en mi entrenador y dos compañeros más, una chica y un varón. Recuerdo que él quiso saber si tenía experiencia y alguna lesión física, y que también me preguntó si era bailarina. Le dije: soy poeta.
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¿Qué pasa por la cabeza, o mejor, por el cuerpo de una poeta que boxea?
Existe un misterio que no busco develar, mi deseo me lleva por caminos que invitan a lo desconocido; es mentira el viejo adagio boxístico de que no pueden noquearte si ves al golpe venir. Si boxeo no es por la tara clasemediera de la búsqueda de adrenalina, ni para vendarme y ponerme guantes y llenarme de moretones que mostrar en las redes impostando cara de
Si colocara una moneda en un frasco por cada vez que fui agredida por ser pobre, por judía, por pueblerina (siempre extranjera), por no ajustarme a lo que se espera de mí, por no parecer de mi clase ni agregarme a lo que no me interesa, incluso por defenderme, por no pertenecer y aún hacer lo que hago; bueno, tendría un buen botín. Suele convocar al desastre cuando un boxeador pelea por fuera de su categoría. No es victimismo, son mis condiciones materiales -y hay tantos que la tienen peor-. Es rabia. Boxeo por rabia, si así es como todo empezó. El boxeo refleja algo de la impotencia de la mayoría que sobrevive en un sistema económico y político brutal, o cómo se entiende que los más de los boxeadores sean pobres o racializados. Se pelea contra lo que está cerca, lo que está dispuesto a pelear con una.
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El boxeo es carnalidad, carne contra carne, escribe Norman Mailer en “El combate”.
Volví a entrenar cuando el contacto estaba determinado por las medidas sanitarias. El boxeo es contacto. Es un lenguaje. Que relate una historia sin palabras no significa que no tenga texto, o que sea bruto o primitivo, es como la música, como la danza, plantea un diálogo de reflejos detonados en el tiempo que acontece más allá de las palabras. Yo soy poeta, le dije a mi entrenador. Recuerdo las primeras veces en que volvía caminando hasta mi casa tratando de retener para mí cada frase significativa que me enseñaba, lo que fue un error. Lo que yo