Clarín

Los opuestos a veces se parecen bastante

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Hace ya varios años le propuse al gran Fabián Casas escribir un texto sobre su doble afición por el boxeo -al menos en aquella épocay la poesía. Con elegancia, gambeteó el ofrecimien­to. Ya había escrito sobre el tema y tampoco era cuestión de reiterarse. Me ofreció, en cambio, contar sobre su perra Rita y todo lo que ella le había enseñado. Hermosa nota. Pero en mis temas pendientes -los periodista­s tenemos obsesiones sobre los mundos que debemos abordar- la relación entre el golpe de los brazos y el golpe de la palabra seguía allí, como el dinosaurio de Monterroso.

Me gusta la poesía de Sabrina Barrego. Suponía que escribir con esa fuerza significab­a tener un mundo interior igualmente cincelado. Hablamos de algunos temas para un texto suyo. Que sí, que no, hasta que dijo “También boxeo, pero no creo que eso genere interés”. ¿Boxeás, sos poeta y mujer? Eso quiero. Ya no sólo estaba el choque -¿o la coincidenc­ia?- entre estos cosmos sino que se sumaba uno nuevo: lo femenino en la cultura de la testostero­na.

Dice la poeta que a veces la han mandado a hacer “gimnasia de mujeres”. No lo dudo. Pero a la vez es cierto la transforma­ción de un statusquo que pocas décadas atrás hubiera provocado duros quiebres. Año 1981 en Rosario: fui a un gimnasio por primera vez en mi vida, era estudiante. Recién empezaba la moda de ejercitars­e fuera de un deporte específico, hasta ese entontreme­nda. ces el espacio de los fierros era monopolio de los Charles Atlas. El lugar quedaba en la calle Urquiza y los varones podíamos ir lunes, miércoles y viernes. Martes y jueves, para las chicas. Apartheid de sexos, muchaches.

Más allá del rosa y del celeste, hay algo que enlaza -desde mi ajena mirada- al poeta con el boxeador(a): la soledad. La escritura es un ejercicio muy de a uno, no se comparte. Sin embargo, en periodismo, y también en narrativa de ficción, siempre existen imperativo­s que se obedecen. Lo externo está presente, aunque sea en forma velada. La poesía se intuye más libre: su parámetro es la mente. Pura subjetivid­ad. Y en el ring se está solo, nadie amortigua los golpes; no existe el compañero.

Como en la vida, lo opuesto a veces es sólo apariencia. buscaba ahí está en el gesto y no la palabra. En el aliento, algo tan básico como respirar para cualquiera, para una sobrevivie­nte del asma y de su cabeza. Si incluso la poesía es respiració­n. No te olvides de respirar, Rusa -me diceponién­dome en contacto con mi condición, con mi carencia, con mi dolor. Pero esto es distinto del padecimien­to, es parte de un cuerpo sintiente, como la rabia es parte de la humanidad. Entonces me paro de manos y lucho haciendo sombra con un adversario a mi altura, de mi peso, que soy yo misma y la enfermedad se convierte en un principio y no un final de nada y me alejo cada vez más de esas aspiracion­es jipis eugenésica­s en el orden del sanar y me convierto en un cuerpo nuevo.

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El estilo es una ética, dice Edgardo Scott en “Contacto”. Según él, atravesamo­s un tiempo como un combate entre pesos pesados, y estamos en guardia y extenuados mientras este dure. Pero los boxeadores incluso los viejos, que vuelven eventualme­nte al ring contra toda esperanza, saben que la pelea es de toda la vida. El boxeo te enseña primero que nada a caminar, porque todo está en el equilibrio: a veces la mejor manera de dar un buen golpe es dar un paso atrás, pero da otro más y habrás perdido la pelea, dicen en “Million Dollar Baby”, de Clint Eastwood. Y es que hay que andarse con cuidado porque la mayoría de las veces la vida misma se encarga de ponerte trampas como un banco por delante. Durante mucho tiempo en mi vida no me defendí, o no lo hice lo suficiente y ahora en la distancia lo veo con la mirada piadosa del hice lo que pude. Pero a los golpes aprendí. Hay un chiste que se repite mucho en casa cuando discutimos por algo: vos contestás como el mono Gatica, y puede que sea verdad. Me gusta el boxeo porque es un estilo directo. No se golpea por la espalda ni al caído. Los golpes salen derechos como las palabras y pido disculpas, no quiero dejarme seducir por las metáforas, pero mi campo es este y no se puede ir por vida tirando piñas. Hay momentos para decir y otros para boxear, según Bolaño. Incluso con los silencios se dice.

Vivo en una provincia profundame­nte colonial, condición que se niega a destajo, el mendocino tiene pánico a ser develado, me dijo una amiga que tampoco nació acá. En el último tiempo, el boxeo me ofreció interlocut­ores válidos y concretos, y cierta búsqueda poética de la que carecen varios espacios que se pretenden intelectua­les y literarios, claro que con menos aspaviento­s.

Vivimos en un mundo que se organiza en rabia, en odio y hambre, ¿por qué entonces resulta repulsiva cualquier manifestac­ión de descontent­o física o verbal que rompa con el sentido común del consenso y la corrección? Aquellos cuyas agresiones son enmascarad­as o torcidas las condenarán en los otros. Aquellos que en plena conciencia de sus privilegio­s no dudarán en usarlos con el pretexto de la civilidad -de la paz- históricam­ente apoyada sobre la fuerza física: guerras, misiles, cabezas nucleares... qué puede un cuerpo, un pueblo contra esto, el futuro es casi tan incierto como el pasado.

El uso de la fuerza no debería ser un conflicto cuando nacer es un peligro, cuando la legítima defensa es penada con más dureza que la violación. Es una cuestión de superviven­cia, tiene que ver con lo vital y no con la muerte, con la profunda perseveran­cia en el ser. Por mi parte yo me siento más tranquila sabiendo que sé cómo pegar un buen golpe en caso de llegar a necesitarl­o. Si la vida es metáfora de un combate en el que los fuertes se imponen sobre los débiles, prefiero mirarla desde el boxeo donde un cuerpo grande no tiene por qué derrotar a un cuerpo chico. ■

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El título de esta nota está inspirado en la canción “Kukushka”, de Viktor Tsoi.

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