Clarín

El Riachuelo nuestro de cada día

- Cristian Sirouyan csirouyan@clarin.com

Hasta hace un par de décadas, la aventura de cruzar el Riachuelo por el puente Alsina implicaba un doble desafío: soportar estoicamen­te el aroma de sus líquidos nocivos para cualquier ser viviente y acertar con dar el paso exacto sobre las tablas del paso peatonal, que, apenas desde pocos metros, eran removidas por el tránsito de camiones, colectivos, autos y motos. Llegar al otro extremo sin grandes contratiem­pos resultaba una proeza. De a poco, el paisaje de esa anomalía fue cambiando. Mientras la mole construida en la década del ’30 era reparada, el cauce oscuro ofrecía rendijas. El aire pasó a ser bastante más respirable y hasta las dos franjas costeras reverdecie­ron, como teñidas de punta a punta por un pintor de trazo grueso. Así y todo, algunos porteños seguimos mirando el Riachuelo con cierto recelo. Si bien ya dejamos de atravesarl­o con el ceño fruncido, ahora –inconformi­stas incurables­reparamos en el alto precio que implicó el cambio de imagen. Centenares de fábricas, talleres y galpones alineados sobre la orilla fueron devoradas por la interminab­le secuela de crisis. Bajo las brumas del Riachuelo sucumbiero­n chimeneas humeantes, multitudes de obreros abocados a la producción nacional y las sirenas de entrada y salida que sonaban puntualmen­te. Por el momento, el Riachuelo ideal y sustentabl­e, donde un ambiente saludable pueda convivir con industrias no contaminan­tes, está en veremos. En el imaginario popular, todavía revive ese paisaje gris y decadente, que Javier Martínez –el ex baterista de Manal- recreó a la perfección en “Avellaneda blues” e inspiró a la dupla Cobián-Cadícamo para crear “Niebla del Riachuelo”.

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