El Riachuelo nuestro de cada día
Hasta hace un par de décadas, la aventura de cruzar el Riachuelo por el puente Alsina implicaba un doble desafío: soportar estoicamente el aroma de sus líquidos nocivos para cualquier ser viviente y acertar con dar el paso exacto sobre las tablas del paso peatonal, que, apenas desde pocos metros, eran removidas por el tránsito de camiones, colectivos, autos y motos. Llegar al otro extremo sin grandes contratiempos resultaba una proeza. De a poco, el paisaje de esa anomalía fue cambiando. Mientras la mole construida en la década del ’30 era reparada, el cauce oscuro ofrecía rendijas. El aire pasó a ser bastante más respirable y hasta las dos franjas costeras reverdecieron, como teñidas de punta a punta por un pintor de trazo grueso. Así y todo, algunos porteños seguimos mirando el Riachuelo con cierto recelo. Si bien ya dejamos de atravesarlo con el ceño fruncido, ahora –inconformistas incurablesreparamos en el alto precio que implicó el cambio de imagen. Centenares de fábricas, talleres y galpones alineados sobre la orilla fueron devoradas por la interminable secuela de crisis. Bajo las brumas del Riachuelo sucumbieron chimeneas humeantes, multitudes de obreros abocados a la producción nacional y las sirenas de entrada y salida que sonaban puntualmente. Por el momento, el Riachuelo ideal y sustentable, donde un ambiente saludable pueda convivir con industrias no contaminantes, está en veremos. En el imaginario popular, todavía revive ese paisaje gris y decadente, que Javier Martínez –el ex baterista de Manal- recreó a la perfección en “Avellaneda blues” e inspiró a la dupla Cobián-Cadícamo para crear “Niebla del Riachuelo”.