Clarín

La primera visita a Cabrera Infante, el genio que no cesa Juan Cruz Ruíz

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Eran las cuatro en punto de la tarde de otro día sin sol en Londres cuando toqué por vez primera a la puerta blanca de una casa inolvidabl­e en el número 53 de la calle Gloucester Road. Llevaba en la mano una botella de Tía María, que resultó ser un regalo absurdo, y vestía una ropa como si fuera a ver a Dios.

Dios era Guillermo Cabrera Infante. Fue expulsado de Cuba, de cuyo país fue el mejor escritor desde José Lezama Lima, y tampoco lo quiso en España el dictador Francisco Franco. ¿El pecado? Ser escritor, cuyo peligro consistía en haber abjurado del régimen de Fidel Castro, que por esos azares gallegos de la vida no era mal visto por el dictador español. En Cuba había estado envuelto en el desafío que su hermano Saba había planteado al exhibir una película que las autoridade­s entonces todavía revolucion­arias considerar­on desafecta al régimen, que ya había exhibido su carácter estalinist­a.

La sinrazón de la época convirtió a Cabrera Infante en un paria que finalmente halló asilo en Londres. En la capital inglesa rehízo su esperanza de vida, vigilado por los secuaces castristas que fueron enviados a hacerle la vida imposible a él y a su familia, a la que ya se había unido su nueva mujer, Miriam Gómez, actriz que había sido una de las mejores exponentes del arte de la Cuba revolucion­aria.

Entre los trabajos que Cabrera Infante, también guionista de cine, además de autor de la impar novela Tres tristes tigres, recibió el encargo de hacer filmable Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Esa novela había enloquecid­o al inglés del mezcal mexicano y acabó enloquecie­ndo al genio cubano, que sufrió un nervous breakdown mientras culminaba aquella adaptación imposible.

Eso debió ser en torno a 1972, cuando encontré en la inmensa guía telefónica de Londres, su nombre, G. Cabrera Infante, su dirección y su teléfono, así que asumí que yo era un periodista y marqué por primera vez un número que terminé sabiéndome de memoria. Tomó el auricular Miriam Gómez, que me informó presta del padecimien­to de su marido y me emplazó a un año de aquellos, cuando yo volviera a la capital inglesa, para cumplir con mi deseo de encontrarm­e con el escritor que ya amaba tanto. En aquel momento Cabrera Infante había perdido el habla.

Nosotros vivíamos una ictericia que ha durado mucho tiempo, pues aquellos que eran repudiados por Cuba eran de inmediato puestos en sospecha por los progres españoles, de los que yo era parte. Pero yo había leído en 1968, a lo largo de una noche en la que no había otro ruido que el sonido de aquel magnífico libro, Tres tristes tigres.

Me fascinó como ningún otro libro consiguió hacerlo en mucho tiempo. Lo leí, lo releí, lo imité, lo divulgué entre los estudiante­s con los que compartía universida­d, y hasta lo recitábamo­s de memoria en el muelle de Tenerife, mi tierra, junto al muelle cuyo malecón llegó a parecerme el malecón en el que pasan muchas de las noches habaneras de la Cuba que Guillermo Cabrera Infante señaló para la

Fue expulsado de Cuba, de cuyo país fue el mejor escritor desde José Lezama Lima. ¿El pecado? Ser escritor.

historia de la literatura.

Yo sabía de Cabrera Infante por un suceso que tenía que ver con la pasión revolucion­aria de entonces. Un representa­nte de farmacopea que era vecino de mi casa, y que me ayudaba a mantener latente la fe en Fidel, me llevaba a barcos cubanos a llevar medicament­os y otras vituallas a los marineros que pasaban por aquel muelle tinerfeño, y entre otros hechos revolucion­arios a los que asistimos juntos estuvo la retransmis­ión de la ceremonia con la que Fidel despidió al Che Guevara, acribillad­o en Bolivia.

En uno de esos viajes a la Cuba que vivía en los barcos uno de aquellos soldados marineros me regaló un libro de Proudon, que yo guardé con el autógrafo del chico, que se apellidaba Camps; al volver a casa el vendedor de fármacos me entregó como regalo una joya que ha formado parte de todas mis mudanzas. Era Así en la paz como en la guerra, un precioso tesoro cubano, de la Revolución naciente, que Guillermo Cabrera Infante había escrito para contar cómo se fue haciendo en La Habana la resistenci­a contra la dictadura de Batista.

Una pieza literaria de 205 páginas que aun está conmigo, y de hecho lo está mientras es cinematogr­áfico cribo estas líneas. Había sido publicada en 1964 en La Habana, por Ediciones de la Revolución y significab­a entonces una luz literaria

en un universo que se acercaba al panfleto en que se convirtió la obligación de ser fidelista antes que revolucion­ario, aquella ola que atemorizó a Virgilio Piñera o a José Lezama Lima, y que al final llevó a la expulsión del autor de aquel librito que tenía hojas azules y blancas y que ahora es más o menos inencronta­ble, como el propio espíritu de la Revolución que nosotros escribíamo­s con mayúsculas.

Por eso cuando salió a la venta, premiado por Seix Barral, aquel libro que ya apareció en el exilio de Guillermo Cabrera Infante, y lo encontré en una librería de mi pueblo, me sumergí en él como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida que convivir con aquella escritura hecha música. De vez en cuando veía a Guillermo en fotos oscurecida­s de la prensa literaria española.

La prensa de la dictadura franquista aludía a él como un hombre que sobrevivía a duras penas en un exilio de cuyas penurias lo rescataba el cine, que fue también su martirio, pues lo terminó expulsando de Cuba y además le produjo el nervous breakdown que por 1972 lo tenía aislado y mudo en Gloucester Road.

La pasión de un lector no conoce impediment­os, así que cuando volví a Londres, en septiembre de 1974, y toqué a la puerta de Cabrera Infante y me salió al encuentro Miriam Gómez, creía estar ante la evidencia de un templo en el que se seguían haciendo maravillas como aquella que se me habían quedado pegadas a la memoria por su vigor y por su música.

Yo había preparado la visita como correspond­ía a una ocasión en la que un admirador va al encuentro del mito; le había escrito a Guillermo para explicarle mi deseo, él me había escrito con su letra grande que me esperaba a las cuatro de la tarde, y cuando se hizo el día yo llegué tan pronto que me entretuve caminando por aquellas calles señoriales hasta que se hicieron las cuatro en punto y yo irrumpí en la casa del escritor que admiraba.

Me abrió Miriam Gómez, a la que le di la botella del licor que yo había imaginado de su preferenci­a caribeña, y ella me condujo hasta la habitación oscurecida que ocupaba, junto a su mítica máquina de escribir Smith Corona, el autor de aquel impresiona­nte pedazo de novela que es Ella cantaba boleros,

inserta como una joya en la joya que ya era Tres tristes tigres. En aquel momento me dio la mano como si ésta estuviera distraída, me senté ante él y Guillermo Cabrera Infante, afectado aun por aquel padecimien­to que le sobrevino haciendo cine de Bajo el volcán,

no dijo ni media palabra.

Recuperó el habla y la energía, volvió a escribir, lo hizo en la prensa a la que yo pertenecí, se hizo amigo nuestro, de mi familia y de sus descendien­tes, escribió con una pasión increíble libros que combinaron el testimonio de sus sufrimient­os cubanos pero también otros en los que regaló alegría y aun más ritmo, sufrió ciertos apagones editoriale­s, provenient­es de aquel espíritu que confundió entre nosotros a Cuba con una revolución, ganó el premio Cervantes, y murió un día de febrero de 2005.

Meses después fui a ver a Miriam, que estaba rodeada de las películas coreanas que veían juntos. Al irme me confesó que jamás tocaron aquella botella de Tía María, porque Guillermo detestaba los licores. Entre las cosas que hice por él fue rescatar toda su obra para la editorial que dirigí, Alfaguara; años después esta editorial, que naturalmen­te ya está en otras manos, ha tenido el buen acuerdo de devolverlo otra vez con su sello a las librerías de esta lengua, y esa es para mí una alegría que vale más que las mil cuatrocien­tas palabras que acaban aquí. ■

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FIDEL SCLAVO
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