El valor de las convicciones
Las convicciones son nuestro designio. Allí están, talladas en la piedra del destino y deberemos defenderlas para no dejar de ser nosotros, para mantener nuestra esencia. Lo curioso es que a menudo estamos convencidos de cosas en las que nunca nos pusimos a pensar con el detenimiento que se merecen. El amor, la tradición, las costumbres, la religión, nuestros más arraigados principios, nuestras preferencias políticas y hasta la nimiedad de nuestro equipo favorito, casi nunca nacen de una deducción lógica, pero tan convencidos estamos de lo que sentimos que no dudaremos en defender con pasión a nuestros seres queridos, nuestra herencia cultural, o aquellas cosas donde pusimos tanta acción y fervor para sacarlas adelante. Las convicciones nos definen, nos hacen entrever que si las abandonamos estamos abandonando un pedazo irrecuperable de nosotros; sin ellas percibimos en grado de amputación que estamos perdiendo nuestra integridad. Ellas son la válvula que nos permite o impide la ejecución de innumerables actos cotidianos, y si no las respetamos, cambiamos, y empezamos a ser otros viviendo en una piel prestada y para adaptarnos deberemos tejer una maraña de excusas, coartadas, indulgencias y justificaciones que nos harán descender un escalón moral y ético, y estaremos listos para bajar al siguiente. Pero tiendo a pensar que las convicciones no se eligen, sino que ellas nos eligen a nosotros, y así como se puede descender en el precipicio del oportunismo, también es posible volver al Olimpo de la buena gente. Sólo se trata de hacer las paces con nuestra almohada. Cada quien sabrá cómo lograrlo.