Cuando la vida está en otra parte
Cuatro conocidos venían a despedirse en un lapso de diez minutos. Abrazos emocionados, promesas de mantener el contacto, ojos humedecidos. En todos los casos el motivo era el mismo: se iban a vivir al exterior. De golpe me desperté. Era un sueño, sí. Pero las imágenes oníricas no tenían que ver ni con una invasión extraterrestre ni con una glaciación inesperada que acaba con todo rastro de vida sobre la Tierra. En los últimos tiempos, las imágenes del sueño se han vuelto no sólo reales sino también recurrentes. Amigos, compañeros de trabajo, familiares de amigos. Los chats grupales se llenaron de emojis de aviones que despegan, caritas con una lágrima que las surca, corazones partidos. Madres, padres, abuelos, hermanos, lloran en silencio las partidas y hacen su catarsis a través de mensajes que buscan un poco de consuelo ante la separación inminente. Los destinos son múltiples:
Barcelona, Madrid, México, Estados Unidos, Alemania, Uruguay…Y también son lo de menos. Lo único que cuenta es la distancia, medida no sólo en kilómetros o en horas de vuelo. Aparecen, como envueltos en sombras, todos los momentos que ya no serán compartidos: cumpleaños, Navidades, almuerzos de domingo, sobremesas de charlas interminables, el llamado inesperado y el cafecito que se improvisa en minutos. Esos pequeños rituales, tan universales unos, tan nuestros otros, que van tejiendo la trama de los días y los afectos.
Ya no son sólo jóvenes en busca de mejores oportunidades, con una vida por empezar. Ahora se van también hombres de 50 o más, con familia y todo un pasado que dejar atrás. Ante lo inevitable de la decisión del exilio aparecen la resignación y los -vanosconsuelos. “Van a estar mejor”, “Podrán vivir más tranquilos”, “Tendrán más posibilidades de crecer y desarrollarse”.
Casi sin darnos cuenta, empezamos a naturalizar estas ausencias. A la fuerza debimos hacerlo. Lenta y tristemente.