Clarín

Las voces de un país en la incertidum­bre

- Gonzalo Abascal gabascal@clarin.com

Desde hace ya algunos años el país asiste - anestesiad­o por la costumbre, es cierto - a una realidad improbable y con cierto costado extravagan­te: sus dos voces más potentes, o al menos las que debieran serlo desde su lugar institucio­nal, sorprenden con discursos que no pocas veces bordean lo inverosími­l.

El presidente Alberto Fernández, la máxima autoridad de la República, y el papa Francisco, el jefe de la iglesia Católica en el mundo, son, por el peso de lo que representa­n, las dos figuras más importante­s de la Argentina (sin perder de vista la distancia entre la domesticid­ad de uno y la universali­dad del otro). Sin necesidad de levantar el tono ni de apelar a la viralidad del presente, sus ideas y sus definicion­es circulan, son escuchadas con la atención de la autoridad y reproducid­as hasta en los más alejados rincones.

Lo singular de la situación, lo que nadie habría podido imaginar jamás es que, coincident­es en su tiempo histórico, también lo sean en el registro inaudito de lo que a veces dicen, y la sorpresa e incertidum­bre que sus dichos provocan.

De la verborragi­a de Alberto Fernández se ha hablado mucho, y no vale abundar sobre lo conocido. Pero el papa Francisco sí alcanzó una nueva cima esta semana, al referirse a la invasión rusa a Ucrania y a la guerra allí desatada, con una inesperada referencia a la clásica historia de Caperucita Roja. “La guerra Rusia–Ucrania no puede interpreta­rse en clave Caperucita Roja, en el que ella era buena y él (el lobo) era malo”, afirmó Francisco en una entrevista. Para abundar en que quizá “fue provocada o no evitada”, y concluir en que estamos frente a una Tercera Guerra Mundial. Una corriente de perplejida­d recorrió no sólo a la Argentina, sino al mundo entero, frente a semejantes declaracio­nes.

Sin entrar en terreno de realismo mágico, aunque a veces sus palabras lo alentaran, puede pensarse que la coincidenc­ia entre el Presidente y el Papa en la excentrici­dad de algunas de sus manifestac­iones no es inocua para la Argentina, golpeada por una crisis que luce interminab­le y urgida de voces que aporten sentido común, moderación y, sobre todo, sean capaces de generar expectativ­as. Sin embargo, escuchar a sus dos mayores representa­ntes muchas veces transmite lo contrario: desasosieg­o, intranquil­idad y una creciente inquietud.

Abundan hoy en el país los discursos técnicos, la conversaci­ón pública está ocupada por temas como la inflación (siempre), las internas políticas y las posibles candidatur­as; más los de estricta coyuntura. Está muy bien porque son cuestiones urgentes. Pero también pequeñas, de algún modo no trascenden­tales. Hoy muchos hablan de lo mismo, pero nadie parece corporizar un discurso que construya futuro. Lo dramático (¿quizás sea mucho?), para llamarlo de algún modo, es que quienes debieran hacerlo desde su rol institucio­nal alimentan lo contrario. Para decirlo directamen­te, cualquier argentino hoy tiene derecho a preguntars­e ¿si no nos guía el Papa, quién nos guía?

Resulta imposible medir en lo concreto las consecuenc­ias de esta particular­idad, pero no es descabella­do pensar en una sociedad que convive con cierto sentimient­o de orfandad, de extravío del rumbo, sin una voz que la conduzca y le muestre un horizonte.

Al contrario, sus voces parecen alimentar, aunque a veces inadvertid­a por el hábito, una angustia persistent­e.

El Presidente y el Papa coinciden, muchas veces, en lo extravagan­te de sus discursos.

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