Las voces de un país en la incertidumbre
Desde hace ya algunos años el país asiste - anestesiado por la costumbre, es cierto - a una realidad improbable y con cierto costado extravagante: sus dos voces más potentes, o al menos las que debieran serlo desde su lugar institucional, sorprenden con discursos que no pocas veces bordean lo inverosímil.
El presidente Alberto Fernández, la máxima autoridad de la República, y el papa Francisco, el jefe de la iglesia Católica en el mundo, son, por el peso de lo que representan, las dos figuras más importantes de la Argentina (sin perder de vista la distancia entre la domesticidad de uno y la universalidad del otro). Sin necesidad de levantar el tono ni de apelar a la viralidad del presente, sus ideas y sus definiciones circulan, son escuchadas con la atención de la autoridad y reproducidas hasta en los más alejados rincones.
Lo singular de la situación, lo que nadie habría podido imaginar jamás es que, coincidentes en su tiempo histórico, también lo sean en el registro inaudito de lo que a veces dicen, y la sorpresa e incertidumbre que sus dichos provocan.
De la verborragia de Alberto Fernández se ha hablado mucho, y no vale abundar sobre lo conocido. Pero el papa Francisco sí alcanzó una nueva cima esta semana, al referirse a la invasión rusa a Ucrania y a la guerra allí desatada, con una inesperada referencia a la clásica historia de Caperucita Roja. “La guerra Rusia–Ucrania no puede interpretarse en clave Caperucita Roja, en el que ella era buena y él (el lobo) era malo”, afirmó Francisco en una entrevista. Para abundar en que quizá “fue provocada o no evitada”, y concluir en que estamos frente a una Tercera Guerra Mundial. Una corriente de perplejidad recorrió no sólo a la Argentina, sino al mundo entero, frente a semejantes declaraciones.
Sin entrar en terreno de realismo mágico, aunque a veces sus palabras lo alentaran, puede pensarse que la coincidencia entre el Presidente y el Papa en la excentricidad de algunas de sus manifestaciones no es inocua para la Argentina, golpeada por una crisis que luce interminable y urgida de voces que aporten sentido común, moderación y, sobre todo, sean capaces de generar expectativas. Sin embargo, escuchar a sus dos mayores representantes muchas veces transmite lo contrario: desasosiego, intranquilidad y una creciente inquietud.
Abundan hoy en el país los discursos técnicos, la conversación pública está ocupada por temas como la inflación (siempre), las internas políticas y las posibles candidaturas; más los de estricta coyuntura. Está muy bien porque son cuestiones urgentes. Pero también pequeñas, de algún modo no trascendentales. Hoy muchos hablan de lo mismo, pero nadie parece corporizar un discurso que construya futuro. Lo dramático (¿quizás sea mucho?), para llamarlo de algún modo, es que quienes debieran hacerlo desde su rol institucional alimentan lo contrario. Para decirlo directamente, cualquier argentino hoy tiene derecho a preguntarse ¿si no nos guía el Papa, quién nos guía?
Resulta imposible medir en lo concreto las consecuencias de esta particularidad, pero no es descabellado pensar en una sociedad que convive con cierto sentimiento de orfandad, de extravío del rumbo, sin una voz que la conduzca y le muestre un horizonte.
Al contrario, sus voces parecen alimentar, aunque a veces inadvertida por el hábito, una angustia persistente.
El Presidente y el Papa coinciden, muchas veces, en lo extravagante de sus discursos.