Más cerca de la obediencia debida que de la liberación
Con máscara y mameluco, un cronista de Clarín fue parte de la “experiencia inmersiva”. Qué sintió.
Peligrosísimo Real Self. “Sé vos mismo” significa que después de una hora y pico podés llegar a saber si estás o no estás preparado para un intercambio de pareja swinger.
El fenómeno de la influencia es peor que el del poder. Habitamos un mundo donde todos somos emisores y el ganador será el que más ruido haga. De coincidir, esta “experiencia inmersiva” podría leerse como un merecido descanso para el ego.
Ahora resulta que vestirse igual sería una forma de ausentarse o de probar con ciertos restos de vivacidad perdida. Alienados -se ve- por la forma indumentaria, nos visten de Momia Blanca. Sin logos podés tocar y ser tocado. Los límites son imprecisos, pero al menos en la función del 11 de junio no se escucharon quejas.
No se sabe bien si es una fiesta, un juego, una performance intervenida o un evento artístico. Lo único que se sabe es que el que paga, actúa. Todo depende de vos, de cada uno de los que depositaron tres mil largos pesos en boletería. Un show imposible de spoilear que va cambiando -o no- función tras función.
“¿Te animás a ser real?”, desafía la publicidad. Máscaras, mamelucos y guantes, mapping, música envolvente. Cada participante del público, camuflado. El anonimato total.
Decía Oscar Wilde: “Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”.
Y en eso estamos, haciéndonos cargo del kit hermético y descartable que después podés llevarte a casa.
“Es interesante pensar en que ponerse una máscara nos puede ayudar a sacarnos otras, más sutiles, con las que vivimos a diario”, dice Javier Drucaroff, director de la propuesta que se armó en el Centro de Convenciones (Av. Figueroa Alcorta al 2000).
Apenas entrás, familiarizado con la Gran Hermano Culture, intuís que vas formar parte de uno de esos momentos de control social donde, en tanto protagonista impensado, lamentablemente no tendrás mucho para ofrecer.
O sea, ¿sin rostro ni otras identificaciones soy capaz de mirar a los ojos de un prójimo de pupilas lejanas emperifollado igual a uno? Sí. Sin embargo la ropa no lo es todo: sabés que es ella, que es él, que es panzón, morruda, flaco, chueco, culona...
Ahora mismo caminás por un enorme salón cuadrado sintiéndote un poco pelotudo y concentrándote en la voz del locutor de Gran Hermano, que debe haberse quedado sin laburo y esta noche está aquí entre nosotros. No nos llama al “confesionario”, pero a cambio propone unas consignas de corte maquiavélico.
Pide que den un paso adelante los que fueron abusados. Al rato, los que odian como para poder matar o los que consumen psicofármacos. Uno llegó acompañado y enseguida esa mujer desaparecerá de su radar. En el salón no hay más de cien personas.
La querés buscar, necesitás darle la mano a ella y no a otre. ¿Dónde estás amor de mi vida que no te puedo encontrar? ¿Te estarás tocando con alguien? Cuando el locutor tira las consignas horribles, vas probando “minorías” para ver si la reconocés.
Los abusados son más que los que consumen ansiolíticos y empatan con los de instinto asesino. Hasta acá jurabas que podrías reconocerla entre miles y millones de personas. Pero no. Y ella tampoco. O quizá sí, y no quiere ser reconocida por uno.
¿Se habrá calentado cuando La voz incitó a acariciar a otro? A un otro que debería ser nada más que un fulano a respetar y ahora es alguien que se acerca, nos pasa la mano por el cuello, por el brazo, por el pecho.
Te preguntás: ¿es gente que habrá llegado en taxi o son parte de un staff
de arengadores de masas?¿Dónde estarás? ¡Saquémonos la máscara y vayámonos de acá! ¿Estarás caminando en círculos o estás aceptando la fricción de esa especie de Teletubbie que da abrazos sin parar?
A formar una hilera como en la película The Wall. Es la orden. Una mano en el hombro y sentís la indignación ancestral del compañero de clase tomando distancia.
Todos iguales, un rato sin diferencias y sin expresiones, donde la diversidad no necesita gestionarse porque, disfrazados, somos menos blancos que transparentes. Impresiona y deprime un poco, eso sí, ver debutar a los que se “liberan”, a los “soy lo que soy” en la frialdad de este lugar.
¿Se obedece porque se paga para jugar al Gallito ciego o porque estamos hechos para obedecer? Obedecemos luces veloces, la música bailable de fondo, el simulacro de caos. Al final queda un dejo de tristeza con signo de pregunta: ¿qué sería de nosotros sin que nos manipularan? ■