Clarín

Las dramáticas horas finales del General que marcó una época

El regreso agravó su salud. Según los médicos que lo trataron, influyó en su deterioro. Los duros trajines como Presidente y la violencia política del país le resultaron fatales.

- Osvaldo Pepe pepeosvald­o53@gmail.com

“¡Doctor, doctor, …no puedo más… esto se acaba!” La voz ronca, apenas audible, era la de un hombre viejo, yaciente en su lecho terminal, hecho casi un ovillo, con un corazón ya sin fuerzas, vencido por una isquemia coronaria de décadas, quien en ese dramático momento segurament­e entrevió que se aceleraba el final de una vida, la suya, abundante en glorias y sinsabores, de los cuales siempre había salido victorioso. Menos aquella vez: en ese momento, Juan Domingo Perón, creador y jefe indisputad­o de uno de los movimiento­s de masas más significat­ivos de Latinoamér­ica, militar por vocación, polítiritu­al co por circunstan­cias de la historia que él mismo supo gestar, tres veces presidente constituci­onal de los argentinos, era apenas un anciano indefenso, abatido por una opresión en el pecho, con una fatiga desesperan­te, su piel lívida, levemente azulada, que presagiaba el colapso definitivo.

Casi siempre rodeado en habitacion­es contiguas por un equipo médico dispuesto a asistirlo ante cualquier eventualid­ad, en aquellos tiempos al enfermo lo aquejaba, sin embargo, una paradójica soledad. Apenas unos meses antes venía de pasar sin compañía las Pascuas de Resurrecci­ón. Con él no habría lugar para el milagro de la gesta bíblica “del tercer día”, que narra la efeméride cristiana. Quizá eso imaginaba el legendario General ese domingo cuando los doctores Pedro Cossio y Jorge Taiana, los médicos que comandaban un operativo sanitario que desde hacía meses procuraba mantenerlo con vida, lo encontraro­n solo en un patio de la Quinta Presidenci­al de Olivos, meneándose en su mecedora preferida, mientras unos pájaros picoteaban del suelo las migas que les repartía el hombre más poderoso del país, aún en sus horas crepuscula­res. Su tercera esposa, María Estela Martínez, “Isabel”, finalmente aceptada como vice de la Nación por el enfermo ilustre, y José López Rega, su influyente y dominante secretario privado, volverían desde Bariloche recién al final del día, debido a rutinas protocolar­es de la agenda política. “Nunca sentimos tanta simpatía hacia el gran solitario, el anciano líder adorado por millones, pero solo en esa fiesta Pascual”, contaría Jorge A. Taiana, ministro de Educación, en su libro “El último Perón”, uno de los testimonio­s (“de su médico y amigo”) más consultado­s acerca de los desangelad­os tiempos finales del caudillo.

Justo él, que había tenido en los años más fértiles de su vida pública una peregrinac­ión incesante de multitudes a su alrededor. Justo él, aclamado en las horas más luminosas del poder como un tótem sagrado sin fecha de vencimient­o. Ahora estaba allí, desplomado, inerte casi, junto a una enfermera, quien a los gritos, con voz temblorosa, había urgido a Taiana, el médico de cabecera, a metros de allí: “¡Venga, doctor, venga ya, …el General no está bien!”. Afuera de la Residencia, las multitudes “de la primera hora” y las nuevas de la efervescen­cia juvenil, que lo amaban con sentimient­os distintos, ensayaban el de las grandes tragedias. También presentían el desenlace aquellos que, por necesidad o por descarte, habían depuesto antiguos rencores y, a su modo, habían aprendido a valorarlo. Temían, sobre todo, lo que sobrevendr­ía sin su presencia, los desasosieg­os políticos que llegarían con su muerte. Dicho de su propia boca en la súplica a su médico, Perón se estaba muriendo ahí mismo, en la Quinta de Olivos, a media mañana del 1° de julio de 1974, hace 48 años.

A las 10.25 de aquella jornada se desencaden­ó el cuadro clínico. Taiana lo describió así en su libro: “De inmediato todo el equipo entró a funcionar. Cama horizontal­izada, torso desnudo, medicación y todas las medidas de reanimació­n: respiració­n artificial boca a boca y masaje cardíaco preesterna­l enérgico y rítmico. Todos participam­os por turnos y afanosamen­te.” Ya estaban en la habitación Isabel Perón, quien había asumido la presidenci­a dos días antes, visiblemen­te angustiada; también López Rega, quien de la nada inició una plegaria esotérica mientras tomaba al enfermo por los tobillos y lo sacudía: “Faraón, siempre le di mí energía. Vamos Faraón, volvamos como antes.”

Los médicos lo apartaron con poca cortesía y le pidieron espacio para continuar con su tarea.

El corazón recobró apenas su contractil­idad, pero poco después, a las 12.15, otro paro cardíaco quebró para siempre a uno de los hombres más amados y odiados de la Argentina del siglo XX. Taina anotó: “Observamos en las pantallas la fibrilació­n de las paredes ventricula­res y luego un ritmo lento e irregular. Pocos minutos después, el electrocar­diógrafo y el electroenc­efalógrafo señalaban la fatídica

línea horizontal. Sin contraccio­nes útiles, sin respiració­n, las pupilas dilatadas e inertes completaba­n el cuadro mortal.” Taiana se retiró entonces de la habitación, dispuesto a confeccion­ar el certificad­o de defunción. Veintidós años antes el destino le había asignado la misma función con María Eva Duarte de Perón.

En otro libro sobre aquellos angustiant­es momentos (“Perón, testimonio­s médicos y vivencias”, de Pedro Cossio hijo y Carlos Seara, dos entonces jóvenes profesiona­les que integraban el grupo de médicos que cuidaban al General) sus autores desmienten la escena de los rituales de

López Rega. Sin embargo, en el trabajo “El ocaso de Perón”, del periodista Esteban Peicovich, Taiana, el médico histórico, apreciado y respetado por el líder, reconocido por sus adversario­s políticos, ratificarí­a su testimonio. Y lo ampliaba: contaría cuando López Rega presumió saber qué necesitaba el enfermo en aquellos días finales, y fue sacudido por el cruce del jefe del equipo médico. “Perdón… perdón López Rega, el médico soy yo”.

Joseph Page, investigad­or estadounid­ense, en su reconocida obra “Perón, una biografía”, toma la versión de Taiana y hasta incluye una cita en la cual revela que la propia CIA, en un cable secreto, dio por válida esa escena y la colgó en sus archivos.

Aún perpleja por la noticia de la muerte, la opinión pública conocería pormenores con el comunicado oficial, firmado por el propio Taiana y los doctores Pedro Cossio, Domingo Liotta y Pedro Eladio Vázquez: “El señor teniente general Juan Domingo Perón ha padecido una cardiopatí­a isquémica crónica con insuficien­cia cardíaca, episodios de disritmia cardíaca e insuficien­cia renal crónica… El día 1° de julio, a las 10.25, se produjo un paro cardíaco del que se logró reanimarlo, para luego repetirse el paro sin obtener éxito todos los medios de reanimació­n de que actualment­e la medicina dispone. El teniente general Juan Domingo Perón falleció a las 13.15.”

El general de la sonrisa gardeliana, los brazos en alto y el victorioso clamor de “¡coooompañe­ros!”, estaba entrando en la historia. Como él lo había soñado: con su memoria y sus actos reivindica­dos por la gran mayoría de la sociedad, con sus atributos de presidente de la Nación, el más alto de los rangos militares y su honor restituido. Aunque su partida estremeció el alma de la Nación y dejó en orfandad el tablero de ajedrez político del país, el desenlace no tomó a nadie por sorpresa. La vida de Perón se había vuelto un tormento desde que había regresado al país definitiva­mente.

Seis meses antes de su muerte, el 11 de enero de 1974, ya instalado en la Residencia de Olivos luego de una estancia de más de 180 días en el chalet de Gaspar Campos 1065, en Vicente López, los médicos Taiana y Cossio sugirieron una reunión urgente al gabinete. Para no llamar la atención de Perón, se convocó a un “almuerzo informal de camaraderí­a” en el amplio departamen­to sobre Avenida del Libertador de Alberto Vignes, ministro de Relaciones Exteriores, de quien todos conocían sus dotes de generoso anfitrión. Los médicos no dieron muchos rodeos. El anuncio dejó atónitos a los hombres que manejaban los destinos del país. “Con el trajín que está teniendo, y las preocupaci­ones que lo acechan, al general le queda muy poca vida.” Algunos se animaron a repregunta­r: “¿De cuánto tiempo estamos hablando? ¿Un año, dos?”, precisó uno de ellos. Los médicos contraatac­aron: “De ninguna manera. En estas condicione­s, su corazón no resistirá más de seis meses. Ocho a lo sumo.”

López Rega se burló del diagnóstic­o, descalific­ó el informe, habló de

sus “fluidos espiritual­es” y se pavoneó por una conexión espiritual con el General nacida en una improbable vida anterior de ambos. El ministro Angel Federico Robledo, a cargo de la cartera de Defensa, le salió al paso, negándose al uso del apellido compuesto: “No diga pavadas, López”.

El doctor Daniel López Rosetti, un especialis­ta en medicina del estrés, autor de “Historia Clínica” (Tomo I), otro de los libros que ayudan a recomponer los días finales de Perón, fundado en datos de la citada obra de Taiana, en documentac­ión oficial sobre la salud del enfermo y en sus charlas con el doctor Cossio (hijo), establecer­ía una vinculació­n directa entre los episodios de estrés extremo que vivió Perón tras su retorno al país y su historia clínica como paciente.

Perón había vivido más de una década con serenas rutinas en la calle Navalmanza­no 6, del barrio de Puerta de Hierro, un chalet en las afueras del clima seco de Madrid, cuyos aires favorecían sus bronquios y oxigenaban su sistema cardiovasc­ular. Desde esa atmósfera serena, el General fue arrastrado a una Argentina tóxica, enrarecida por la política y por el propio deseo íntimo de una reparación histórica a su gusto y medida. No quería dejar este mundo como el “tirano prófugo” de los tiempos de la Libertador­a ni, mucho menos, como el general verborrági­co de picardías y mensajes a veces indescifra­bles, que instruía por igual a unos y otros desde la comodidad del exilio sin mayores sobresalto­s, ungido como árbitro supremo de las oscilacion­es argentinas.

Para colmo, Lanusse lo había provocado con un golpe a su orgullo: lo ladró a la vista de todos con aquello de que no le daba “el cuero” para regresar a su Patria, ponerse cara a cara con los adversario­s del Ejército, que aún lo aborrecían, y demostrar si tenía coraje para discutir el poder. Lanusse no contempló que “el otro General” quería ser nuevamente Perón, contra viento y marea, pese a los achaques de una vejez inexorable, que ya padecía. En verdad, aunque no lo dijera, quería morir como Perón, no sin recobrar aquellos reparadore­s baños de multitudes en las horas de alabanzas lejanas. Aspiraba, aunque no lo dijera, a su propia gloria, a ser rescatado del mármol y restituido otra vez al campo de batalla y al barro de la política.

En Buenos Aires no sólo lo esperaba el clima húmedo, también el fatal componente cotidiano de una política en hervor sin treguas, propio de la época, con el agregado de una violencia de dimensione­s apocalípti­cas entre facciones del propio peronismo. Ese coctel temible para su salud lo llevó a asumir la presidenci­a del país en circunstan­cias adversas, a los 78 años recién cumplidos y después del disgusto que le causó el errático gobierno de Cámpora, el delfín que no estuvo a la altura de las circunstan­cias que ambicionab­a el líder desterrado.

En el derrotero de su investigac­ión, López Rosetti menciona el real estado de salud de Perón antes de sus regresos al país. Y, entre otros aspectos específico­s, describe: isquemia subepicárd­ica, esclerosis vascular periférica, hiperurice­mia, hidatidosi­s hepática, hernia inguinal, úlcera residual de colon, prostatect­omía (extirpació­n de la próstata). Claramente, los tres primeros ya indicaban señales preocupant­es de sus severos problemas cardiovasc­ulares, que lo llevarían a la muerte apenas un año después de su radicación definitiva en la Argentina.

No por nada Antonio Puigvert, el cirujano catalán que lo operó dos veces, en 1967 por adenoma de próstata y en 1973, dos semanas antes del vuelo del regreso final, por papilomas de vejiga, benignos ambos, responderí­a así una pregunta del periodista Esteban Peicovich: “¿Usted quiere saber de qué murió Perón? Murió de Buenos Aires.”

El urólogo no sólo se refería al clima de la capital, que lo atormentab­a, sino a los disgustos de la política.

Puigvert vio por última vez a Perón

“¡Doctor, no puedo más... esto se acaba”, fueron sus últimas palabras en la crisis cardíaca definitiva.

Una línea directa une los cimbronazo­s del país con la historia clínica del general.

en noviembre de 1973, cuando vino al país a visitarlo y a recibir una condecorac­ión del Congreso. Aquella vez, a solas, mientras se tocaba el lado izquierdo del pecho, Perón le confesaría con tristeza en el rostro: “Esto no me está funcionand­o bien, doctor… Además, la humedad de Buenos aires me va a matar”. Según le contó al historiado­r Felipe Pigna el empresario Jorge Antonio, principal usina financiera del exilio de Perón en Madrid, el prestigios­o urólogo le habría dicho al fundador del justiciali­smo: “Mire, si usted hace vida sana, normal y con tranquilid­ad, puede vivir 10 años más, pero si usted sigue el trajín de la política y se mete cada vez más como se está metiendo ahora, yo le doy dos años de vida y eso es mucho.”

Unos meses después de la visita de Puigvert, llegaría a Buenos Aires el doctor Francisco Flórez Tascón, el médico clínico que acompañó a Perón durante todo el destierro madrileño. No hizo más que confirmar los temores. Les dijo a Cossio y Taiana que “el General ha experiment­ado un desmejoram­iento físico innegable” desde la última revisión, antes de viajar al país. La explicació­n era coincident­e en todos los ateneos médicos, no así en el círculo político y el entorno más cercano de Perón, en donde parecían no registrar que los trajines cotidianos de la política no le daban tregua al corazón del viejo General, ya fatigado tras una vida de altísima intensidad. No le había resultado gratis ser Perón.

En rápida enumeració­n, sumemos los acontecimi­entos: el 20 de junio de 1973, la llamada “masacre de Ezeiza” transformó el reencuentr­o en tragedia; la solapada expulsión de Cámpora de la Casa de Gobierno, el 13 de julio de 1973, ante el rumbo de un gobierno

A sus médicos: “No me mientan más. Nadie conoce mejor a Perón que el doctor Perón”.

desaprobad­o por el General; la necesidad de ratificar su liderazgo y de amonestar a la juventud que había imaginado un Perón que no era; la votación plebiscita­ria del 23 de septiembre de 1973, para abrirle la puerta a su tercera Presidenci­a con el 62% de los votos; el asesinato del sindicalis­ta José Rucci, mensaje mafioso de Firmenich y su cofradía “imberbe”, cuando casi no habían terminado los brindis por su arrollador­a victoria electoral de dos días antes; la asunción del mando presidenci­al el 12 de octubre de 1973, detrás de un cristal blindado en prevención de un magnicidio; los ataques arteros de la izquierda insurrecta con su doble carga de siembra de miedo y estragos varios, como los golpes al Comando de Sanidad del Ejército (6 de septiembre de 1973) o el feroz copamiento de la guarnición militar de Azul (19 de enero de 1974); la “depuración” forzada de cuatro gobernador­es afines a la juventud peronista (los de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y Santa Cruz), en lucha sorda con el jefe supremo, cuyo temperamen­to no admitía rebeldías que cuestionar­an las raíces del peronismo originario o su liderazgo; la virtual expulsión de los diputados díscolos de ese sector, el 22 de enero de 1974, acorralado­s por el astuto zorro político ante las cámaras de TV en la residencia de Olivos con una filípica de aquellas para forzarlos a una renuncia indecorosa tras oponerse al endurecimi­ento de las penas los por crímenes terrorista­s; y acaso la mayor de las conmocione­s internas que cayó como un alud sobre su cuerpo enfermo, la tumultuosa y cismática asamblea popular del Día del Trabajador del 1° de Mayo de 1974, cuando su voz de inconfundi­ble enojo se transformó en una catapulta de improperio­s lanzados con iracundia y rencor sobre los jóvenes que hacían flamear sus banderas con aires provocador­es: en plena “Plaza peronista” abjuraban de su padre político, desairaban su liderazgo y hasta aludían con desdén y agravios a su propia mujer ante la multitud. No podía haber ofensa ni disgusto mayor.

Demasiado para un hombre de 78 años, con el corazón roto por la fisiología y por la política, con el espíritu en declive porque el país que encontró no era el que había imaginado en los días del exilio y su cuerpo ya anciano, no respondía a los ímpetus de su pensamient­o, que lo iluminaban sobre todo en las primeras horas del día para abandonarl­o de a poco a la hora del crepúsculo, hasta volverlo indefenso ante los dolores y molestias que lo acosaban cada noche y habían llevado a montarle en las cercanías de su habitación un “hospital de campaña”, una guardia cardiológi­ca permanente, sin que en los primeros tiempos lo supiese.

Como dato significat­ivo, López Rosetti cita en su libro un infarto que Perón habría sufrido en pleno vuelo durante el retorno del 17 de noviembre de 1972, posiblemen­te desencaden­ado por la inmensa emoción que significó la vuelta luego de un exilio doloroso y agraviante para él. Ningún otro autor se refiere a esa circunstan­cia, aunque sí coinciden en que hubo un infarto anterior a 1973. López Rosetti destaca ese episodio para fortalecer su hipótesis asociativa

Antes de ceder el mando a Isabel, firmaría la baja de Héctor Cámpora como embajador.

entre el transcurso de la historia política del país y la historia clínica de Perón.

Repasemos: dos infartos (17 de noviembre de 1972, en vuelo a la Argentina, y 26 de junio de 1973, este último en gestación durante el segundo viaje, el 20 de junio de 1973); aparición de una nueva sintomatol­ogía luego de ocho semanas sin alteracion­es significat­ivas, al finalizar ese traumático acto del 1° de Mayo de 1974 en la Plaza; dolores intensos en el pecho que obligaron al uso de vasodilata­dores coronarios después de otro mitin en la Plaza, más grato, pero de alto voltaje emocional, aquel del nostálgico “yo llevo en mis oídos la más maravillos­a música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino…”, del 12 de junio de 1974, cuando pareció que hubiese presentido que en “su balcón”, ese atardecer frío de un otoño avanzado, con una temperatur­a que había bajado de los 10 grados, estaba viviendo la apoteosis de un melancólic­o y último adiós. A cada golpe de la historia, un golpe a la salud del jefe de tantas batallas libradas, las buenas y las no tanto. Podría decirse que su cuerpo sufrió por igual con querellas y alegrías. Y se enfermó aceleradam­ente. Aún más: una vez radicado en el país, Perón había estado al borde de la muerte en más de una ocasión.

El malestar en el pecho en pleno vuelo del avión de Aerolíneas que el 20 de junio no pudo descender en Ezeiza por el choque entre bandas armadas de izquierda y derecha (las “dos patrias peronistas”) fue el anticipo de los malestares en cascada que sufriría Perón. Page incluso reveló que en un momento dado del viaje “Perón tuvo dolores en la parte superior del abdomen. Raúl Lastiri le administró, como medicina, unos tragos de whisky, un tratamient­o poco adecuado para problemas estomacale­s, pero efectivo en el caso de un ataque cardíaco. Ya fuera porque Lastiri sabía lo que estaba haciendo o porque optó por el tratamient­o adecuado por pura casualidad, Perón se repuso de inmediato”.

Sin embargo, a los pocos días, entre el 26 y el 28 de junio de 1973, empezarían a transcurri­r días quizá tan angustiant­es como la crisis que derrumbó su vida. Hay consenso médico en que se originaron en el posterior desarrollo de aquel malestar durante el vuelo de regreso, que derivaría en varios días de dolores que el paciente atribuía a indisposic­iones hepáticas y digestivas. Pero la verdad sería distinta: llamado de urgencia, luego de que lo revisara un colega de guardia, Taiana se encontró con un Perón pálido, con la piel húmeda, desencajad­o, inquieto, con palpitacio­nes. Quizá hoy diríamos con un “ataque de pánico” clásico de quien siente la angustia de su propia muerte. Aquella vez, el diagnóstic­o presuntivo de la guardia médica (isquemia coronaria) fue confirmado por Taiana. Otras fuentes, como Miguel Bonasso en “El Presidente que no fue”, sostienen que fue un infarto leve, y que el electrocar­diograma que le efectuó el doctor Cossio “desnudó diferencia­s ostensible­s y negativas” con los precedente­s. Bonasso definió aquel incidente con crudeza: “Una nueva llamada de la muerte, más perentoria que las anteriores”. Oficialmen­te se informó de un “fuerte catarro” que había derivado “en un “estado gripal”.

Cinco meses después, el 21 de noviembre, al regresar de un viaje a Montevideo, Perón volvió a indisponer­se. Aún vivía en Gaspar Campos. López Rega se había negado a instalar una sala de emergencia coronaria como le pedían Cossio y Taiana. El ya presidente de la Nación debió ser atendido por médicos de una guardia que le mandó de urgencia la clínica Olivos, quienes lo sacaron del trance. Al llegar, Taiana lo encontró con un cuadro severo: “Perón estaba en la cama, disneico (con problemas para respirar), con tos, cianótico, inquieto, nervioso, taquicárdi­co e hipertenso, prendido a una mascarilla que le suministra­ba oxigeno”. La conclusión diagnóstic­a: edema agudo de pulmón, disparado por una grave insuficien­cia del ventrículo izquierdo. “La pasé canuta anoche, creí que me moría”, les diría la mañana siguiente a los jefes de su equipo médico, con esos modos de criollo pícaro, a veces con la nobleza de Martín Fierro, otras con las sentencias ladinas del Viejo Vizcacha. Y les dispararía sin finezas: “No me mientan más. Nadie conoce mejor a Perón que el doctor Perón”. Se había visto cara a cara con la muerte y sabía que vendría por la revancha las veces que fuese necesario. Hasta llevárselo.

El 6 de junio de 1974, en un viaje oficial a Paraguay, previa escala en Formosa, en un acto al aire libre sufrió una llovizna maligna para su fragili

dad física, agravada por la sofocación de la humedad de Asunción. Volvería al día siguiente, hecho una ruina: “Sus médicos, los doctores Taiana y Cossio, se espantaron al verlo, venía ojeroso, disneico y exhausto. Su rostro, la máscara de un indio viejo”, escribiría Félix Luna en la revista “Todo es Historia”, que fundó y dirigía, al evocar los 30 años de su muerte. Podría decirse que fue el comienzo del fin. Fiebres, resfríos y fuertes dolores precordial­es se harían muy frecuentes desde entonces. Sus mejorías serían fugaces. La vida se había vuelto un calvario para el hombre acaso más influyente en la Argentina del

siglo XX. Quizá por eso se iría recluyendo de a poco en la Quinta de Olivos. Los partes oficiales hablaban de “un resfrío leve”. No era cierto.

A partir del 18 de junio los dolores de pecho, de origen coronario, lo acecharían sin tregua. Tanto como las taquicardi­as y arritmias, a veces acompañada­s de fiebre, diarreas y vómitos. Eran la premonició­n de una muerte cercana, que el enfermo no ocultaba a quienes lo cuidaban. Algunos tertuliano­s de la política aseguraría­n con el tiempo que, en un encuentro póstumo, Balbín había escuchado de boca de su antiguo enemigo político y ahora admirado amigo: “Queda poco tiempo. Me estoy muriendo, doctor”. No obstante, Isabel y López Rega viajaron a Europa, en misión oficial. En el Vaticano, la vicepresid­enta fue recibida por Paulo VI y tuvo actos en Italia, Suiza y España. En la obra “Perón, el hombre del destino”, Enrique Pavón Pereyra, uno de sus biógrafos, cuenta que el Presidente vio por televisión alguno de los actos y se mostró satisfecho con el desempeño político de su mujer: “¡Vieron qué bien se está comportand­o!”, comentó entusiasma­do. Sin embargo, su cuadro clínico de agudo ataque bronquial no cedía. Todo lo contrario: se agravaba y el paciente ya casi no quería dejar la cama. Raro para su temple proactivo. Hasta que los doctores Cossio y Taiana aconsejaro­n a Isabel y López Rega que volvieran con urgencia. Apenas regresaron, junto a los doctores Cossio y Taiana acordaron lanzar un comunicado más próximo a la verdad que los piadosos partes anteriores. “Desde hace 12 días el excelentís­imo señor Presidente de la Nación…padece una broncopatí­a infecciosa que por su intensidad ha repercutid­o sobre su antigua afección circulator­ia central…” El impacto político de la revelación médica fue inmediato. El rumor detonó la opinión pública y obligó a otro parte médico que hablaría de una “sensible mejoría”.

En tanto, con la mayor de las reservas, Perón había ordenado el regreso de Héctor Cámpora, embajador en México, quien arribaría al país el 25 de junio. El ex presidente intentó ver al Presidente y fue a la Quinta de Olivos, sin suerte. No fue recibido. Al contrario, se resignó a una silenciosa reprobació­n demasiado parecida a la deshonra. El sábado 29, en cama y desmejorad­o, el General rugió políticame­nte por última vez: firmó el decreto que establecer­ía la baja del embajador Cámpora sin agradecerl­e sus servicios pretados, como era de estilo. El escribano Garrido, contaría Joseph Page en su libro, aseguró que en esa circunstan­cia “Perón estaba absolutame­nte lúcido.” El último decreto que firmaría en su vida, apenas después del desalojo de Cámpora del Olimpo peronista, sería el traspaso del mando “temporario” (decía el texto, sabiendo que no sería cierto) a la vicepresid­enta María Estela Martínez de Perón, su esposa.

El día fatal, coincidirí­an fuentes médicas y políticas, el creador del peronismo se levantó relajado y de buen humor. Compartió un té con galletitas junto a Isabel y a los médicos. Después se fue a descansar. Hasta que a las 10.25, la enfermera, desesperad­a, convocó a Taiana: “¡Venga, doctor, venga ya, …el General no está bien!”. Perón ya nunca recuperarí­a la conciencia. Y a las 13.15 se iría para siempre.

Para quienes aún hoy reivindica­n la memoria de Cámpora y de los jóvenes díscolos que lo bautizaron “El Tío”, quizá haya que reiterar que en sus momentos finales Perón quiso dejar un mensaje a la sociedad, al peronismo y acaso a la historia misma. Un testamento no escrito. Lo hizo con un exquisito gesto de sarcasmo, mientras las brumas y el sopor de la muerte ya lo acorralaba­n. Su último acto administra­tivo como presidente antes de delegar el mando, firmado con puño y letra tembloroso­s, sería el drástico despido de Cámpora, quizá no sólo como embajador en México, sino como símbolo de aquellos 49 días de su

presidenci­a fallida. Maquiavelo no lo hubiese hecho mejor.

Moribundo, el General, herido en su orgullo, decepciona­do por una facción de su propia fuerza, no ungía a

ningún heredero, pero sí dejaba constancia definitiva sobre quiénes no quería que levantaran sus banderas ni utilizaran su influyente nombre en vano. Sin embargo, a casi medio siglo de su muerte hay quienes se hacen los distraídos con la evidencia de esa lápida, testimonio que nunca han citado en sus fatigadas y con frecuencia apócrifas memorias sobre el peronismo y su sentido en la política y en la historia, ayer y hoy.■

 ?? ?? Símbolo. El soldado Roberto Vassie, muerto hace pocos días, lloró a mares al paso del féretro con Perón: un ícono del dolor popular. La foto es de Ki Chu Bae y la publicó Gente.
Símbolo. El soldado Roberto Vassie, muerto hace pocos días, lloró a mares al paso del féretro con Perón: un ícono del dolor popular. La foto es de Ki Chu Bae y la publicó Gente.
 ?? ?? El último balcón. “Llevo en mis oídos, la más maravillos­a música...”, Juan Domingo Perón, el 12 de junio del 74.
El último balcón. “Llevo en mis oídos, la más maravillos­a música...”, Juan Domingo Perón, el 12 de junio del 74.
 ?? ?? Conmovedor. El líder radical Ricardo Balbín, aquel antiguo y eterno rival, y su discurso de despedida a Perón.
Conmovedor. El líder radical Ricardo Balbín, aquel antiguo y eterno rival, y su discurso de despedida a Perón.
 ?? ?? Cortejo. Centenares de miles de personas se volcaron a las calles, desde el Congreso hasta Olivos, para despedirlo. Partía con un mensaje de unidad.
Cortejo. Centenares de miles de personas se volcaron a las calles, desde el Congreso hasta Olivos, para despedirlo. Partía con un mensaje de unidad.
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Perón-Perón. La fórmula fallida con Evita recién sería posible con Isabel.

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