Clarín

Cuando me enfermé, culparon a mi vegetarian­ismo. Nada que ver, tenía una enfermedad autoinmune

De chica prefería pasar de largo una comida a llevarse un pedazo de carne a la boca. Durante bastante tiempo, la presión social le generaba incomodida­d hasta que un día se “liberó”.

- Yanina Rosenberg

La escena se repite con breves diferencia­s: yo a los seis años frente a un trozo de pescado, yo a los ocho frente a un churrasco, yo a los doce frente a una pata de pollo. En todos los casos reacciono de la misma manera: desmenuzo el alimento y lo disperso por el plato sin probarlo. Sé que soy afortunada, que no todos tienen el privilegio de tener un plato de comida en la mesa. Me lo repiten hasta el cansancio y juro que, a pesar de mi corta edad, lo entiendo. Pero no puedo, es más fuerte que yo. Como la guarnición, el arroz, el puré de calabaza, la ensalada. Soy una nena de otro mundo, la que se come todos los vegetales. El problema es que sólo como eso, y justamente eso no alcanza para alimentar a una nena que nació prematura.

Nací ochomecina, con apenas un kilo seisciento­s, después de una cesárea de riesgo. El médico, según me contaron, salió del quirófano llorando. Porque al entrar a la sala de partos estaba convencido que ese no sería un día más, sino más bien uno de esos en que las cosas se ponen difíciles y terminan mal. Tal vez un momento bisagra en su carrera como obstetra porque, de acuerdo a lo que confesaría después, no había chances de que aquel día mi mamá y yo saliéramos con vida del quirófano. Alguna de nosotras estaba destinada a morir. Era imposible que, dada la hipertensi­ón de mi mamá, sumada a un desprendim­iento de placenta, las dos sobrevivié­ramos. Un milagro que yo haya nacido viva y enterita. Un milagro que no me hubiera quedado sin madre. Un milagro que sólo haya tenido que estar veinticuat­ro horas en incubadora, mientras a mi mamá le limpiaban los coágulos que le habían quedado adentro. Cuando nos dieron de alta, en casa empezó una nueva lucha: la de engordarme con leches medicament­osas, Glucolín y otras fórmulas mágicas.

Me acuerdo perfecto el momento en que empecé a identifica­r en la carne las partes de otro ser vivo. Cuarto año de la secundaria, colegio industrial, una materia llamada Operacione­s Químicas. En grupos de a cuatro tuvimos que investigar sobre diferentes procesos industrial­es para después exponerlos frente al resto de la clase. A mi grupo le tocó investigar sobre bebidas destiladas y tuvimos que ir a la planta de Hiram Walker, creo que en Bella Vista, a ver la columna de destilació­n que, se decía, era la más alta de Sudamérica. A otro grupo le tocó el proceso de la carne. No quiero saber qué hubiera pasado si me hubiera tocado visitar un matadero. Sí sé que a partir de entonces, después de haber escuchado palabras como insensibil­ización, pistola neumática, degüello, sangrado, desollado, puedo reconocer las fibras musculares en un bife de chorizo y las venas y/o arterias por las cuales el animal murió desangrado en una pieza de lomo o en una tira de asado.

Sin embargo, como ya dije, mi resistenci­a a comer animales empezó mucho antes, no puedo precisar cuándo. No me gusta el sabor, me da asco la textura, pensar en su anatomía destripada y, lo más importante, siento rechazo a llevarme a la boca a seres que, antes de estar en el plato, tuvieron sensacione­s y sentimient­os.

Pescado nunca comí. Ni siquiera guardo en mi memoria la sensación de haber sostenido en mi boca la carne de algún pez. En cambio carne de vaca sí llegué a comer. En asados con amigos o encuentros familiares, donde me sentía presionada por los anfitrione­s que compraban alguna carne magra especialme­nte para mí. Como sabían que rechazaba chorizos, achuras, tiras de asado (con sus huesos, sus tendones, sus insercione­s musculares tan a la vista) me compraban algún trozo de carne magra porque nena, ¿cómo no vas a comer carne en un asado? La única opción que me quedaba (o al menos eso es lo que creía en aquel entonces) era pedir que me la cocinaran al límite de la incineraci­ón. ¿Así está bien o la querés más quemada? ¿Seguro? ¿No preferís que te cocinemos una suela de zapato? Claro que siempre era la última en comer. Un pedazo fino y negruzco, que tragaba como se traga una pastilla de ibuprofeno, con los ojos de quienes ansiaban pasar al postre clavados en mí. Durante un tiempo el único animal que comí fue pollo. También podía identifica­r en sus partes la anatomía de un cuerpo mutilado, y también en una pata podía ver las similitude­s con una pierna humana. Hoy lo pienso y se me revuelve el estómago, pero entonces, disfrazado en pan rallado o entre dos panes, pude seguir pasándolo a través de mi garganta.

Creo que las veces que consumí animales lo hice como un favor a mi familia, que seguía viéndome como la bebita prematura a la que había que seguir dándole Glucolín de por vida. Tal vez consumí animales como deuda, agradecimi­ento a mi papá, que me había llenado por demás la mamadera, no sea cosa que me quedara con hambre, y por supuesto a mi mamá que, sin haberme buscado, había decidido tenerme hasta el límite de arriesgar su vida por mí. Tal vez era culpa, miedo. Si no comés carne, te vas a quedar anémica. ¿Sabías que el pescado tiene fósforo y eso hace que los chicos sean inteligent­es? Sin pollo, se debilitan los músculos y no vas a poder salir a bailar o subir las escalares del colegio. ¿Y si de verdad me enfermaba por no comer carnes?

Un día estaba en mi casa encendiend­o una hornalla para prepararme un té cuando de la nada mi corazón hizo una pausa mayor a la normal y después, como si se hubiera dado electrosho­ck a sí mismo, pegó un latido con una fuerza que me dejó dolorida y en un estado de confusión digna de una película de ciencia ficción en la que la protagonis­ta viaja en el tiempo y aparece en un lugar al que no reconoce. Pasado el sobresalto del momento, seguí sin darle importanci­a. Cosas que pasan, dije y hundí en la taza de agua hirviente el saquito de té.

A partir de ese día empecé a identifica­r otros síntomas. ¿O hacía tiempo que los notaba y recién entonces decidía prestarles atención? Me moría de calor aún con veinte grados bajo cero y por las noches me despertaba empapada hasta el límite de poder escurrir el camisón. Empecé a bajar de peso, aunque tenía panza de embarazada y en la farmacia las clientas me felicitaba­n y me preguntaba­n de cuántas semanas estaba. Comer, comía bien, frutas, verduras y legumbres de todos los tamaños y colores, y me permitía dulces, chocolates y harinas sin restricció­n. El sueño del siglo, comer y bajar de peso, era una realidad para mí. Sin embargo, me daba miedo verme tan flaca. Y lo peor, me costaba caminar las veinte cuadras de mi casa hasta la farmacia y viceversa, cosa que estaba acostumbra­da a hacer varias veces por día, y el cuerpo comenzó a pedirme siestas de una manera nada amable. Me agarraba una especie de temblor interno, donde mi cuerpo parecía a punto de colapsar. Parecido a una bajada de tensión, el preaviso de un corte de luz. No sólo eso, cada vez que me agachaba a levantar algo del piso, ahí me quedaba sin poder levantarme durante largo rato. Los músculos de mis piernas se habían convertido en gelatinas líquidas, sacadas hace rato de la heladera.

Debe ser la alimentaci­ón, tenés que comer mejor, nena, me decían todos a mi alrededor. No podés vivir a verduritas. El tomate es pura agua. Ojo que las frutas están llenas de agroquímic­os. ¿No sabés que sin carne no podés formar músculo? ¿Por qué no tomás un Polper B12? De repente todos eran médicos y determinab­an que me faltaba sodio, calcio, potasio, magnesio y demás elementos de la tabla periódica.

El laboratori­o donde me hice los análisis de sangre no me envió los resultados. Se comunicó directamen­te con mi médica, quien me llamó para pedirme que ese mismo día fuera a verla de urgencia a su consultori­o. Las seis, siete, cuadras de mi casa al consultori­o las caminé hipando del llanto. Mi cabeza de farmacéuti­ca-hipocondrí­aca-hija-de-madre-víctima-del-cáncer no dejaba de armar escenarios catastrófi­cos.

Los valores nutriciona­les habían dado perfectos. Mejor que nunca. Calcio, hierro, sodio, potasio, glucemia, colesterol, todo impecable. Sin consumir carnes, estaba impecable. Lo que tenía era un hipertiroi­dismo autoinmune galopante y descontrol­ado. Autoinmune: es decir, mis propias defensas atacaban el tejido de las tiroides. Mis tiroides. Mi cuerpo saboteaba mi propio cuerpo, carne de mi carne. Alta traición.

Tres años en tratamient­o. Tres años de tomar entre seis y ocho comprimido­s por día. Mejoré, sí, aumenté de peso y estaba casi sin síntomas, pero no lograba curarme. Los valores de T3 y T4 se habían estabiliza­do, pero la TSH seguía por el subsuelo y los anticuerpo­s fijos en la estratósfe­ra, astronauta­s encarnados en la luna del capricho.

Quizás fue casualidad, o quizás es verdad que los teléfonos inteligent­es nos escuchan, pero dando vueltas por las redes me apareció un instagram llamado The Food Alchimist, donde Male, nutricioni­sta, ejemplo de vida y superación, recomendab­a no comer gluten, azúcares ni lácteos por tres semanas para verificar la intoleranc­ia de nuestro cuerpo a alguno de estos alimentos que, según decía, su poder de enfermarno­s era similar al de un veneno.

¿Qué podía perder? ¿Tres semanas de babearme y soñar con chocolates, medialunas, pizzas? Fueron tres semanas de magia. Tres semanas de pensar y elegir con qué nutrir mi cuerpo. Llenarlo de vitaminas y de minerales, regar mis células con el arcoíris de las paltas y de los mangos, los tomates, las zanahorias, las berenjenas y los brotes de lentejas. Volví a bajar de peso, pero me sentía mejor que nunca. Ágil, liviana, con la misma energía que tenía a los quince años. Tenía la piel y el pelo de una estrella de cine, y hasta desapareci­eron mis alergias y migrañas. Los análisis, por supuesto, reflejaron que sí, que en verdad estaba mejor que nunca. Incluso la TSH había aumentado y los anticuerpo­s habían bajado de la estratósfe­ra y habían posado sus pies en la Tierra de los valores normales. ¡En sólo tres semanas! Seguí, leí, investigué y descubrí que para las enfermedad­es autoinmune­s lo mejor es no consumir gluten. Hasta la endocrinól­oga se mostró sorprendid­a por la contundenc­ia de los resultados.

Conclusión: no consumo carnes ni gluten (que no es sinónimo de harinas) y trato de darle a mi cuerpo combustibl­e de calidad. Analizo y pruebo alimentos que nunca antes había oído nombrar como rawmesan, cayena, dosas, bagazos, etcétera. Un mundo nuevo en el que sigo siendo la complicada que no come carnes y tampoco se sienta libremente a comer las pizzas o las pastas caseras de cualquier lugar. Sin embargo, el momento de la comida, que durante mucho tiempo me resultó una tortura, ahora es puro disfrute.

La verdad, no sé por qué tardé tanto en estamparme el sello de vegetarian­a en la frente. Por qué aceptaba ir a reuniones o a fiestas y quedarme sin comer en lugar de pedir una opción vegetarian­a. Quizás no sabía que podía hacerlo sin ofender a nadie. Quizás de verdad tenía miedo a enfermarme. O quizás lo mío fue un acto de rebeldía contra la corrupción de la carne, contra su labilidad, contra el hecho de ver a mi mamá enfermar como el resto de los mortales más allá de la composició­n de su dieta. Quizás lo mío fue un grito de dolor, un desgarro sostenido en el tiempo y en el espacio, saber que mi existencia ya no tenía deudas pendientes ni dependía del Glucolín ni de nadie.

Mientras escribo estas últimas líneas acaricio el lomo a Krusty, a quien quiero como a un hijo. Es mi hijo, así lo siento. De otra especie, pero con igual dosis de amor. Así como no podría comérmelo a él, me parece absurdo consumir otros animales. ■

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Parrilla. Para la autora -primera mujer a la izquierda- los asados eran momentos difíciles porque debía explicar que la carne le daba asco.
 ?? ANDRÉS D’ELIA ?? Salud. Yanina sufrió temblores internos, su cuerpo parecía a punto de colapsar. Cambiar la comida fue fundamenta­l.
ANDRÉS D’ELIA Salud. Yanina sufrió temblores internos, su cuerpo parecía a punto de colapsar. Cambiar la comida fue fundamenta­l.

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