Clarín

Perder la voluntad de vivir

- John Carlin

Tardaron 22 días en revelar la versión oficial de la causa de la muerte de la reina Isabel II, sospechoso en sí. El jueves de esta semana la BBC publicó el certificad­o de defunción. Murió, pone, de “old age”: vejez.

Dado que la BBC aclaró que solo en “muy excepciona­les circunstan­cias” se identifica la vejez como única causa de la muerte de un británico o de una británica podemos estar seguros que florecerán las dudas, y luego las teorías de la conspiraci­ón.

Si los hay que creen que Trump ganó las elecciones presidenci­ales de 2019, que Neil Armstrong nunca pisó la luna y que el príncipe Felipe, el padre del actual rey de Inglaterra, ordenó el asesinato de la princesa Diana entonces tiene que ser cuestión de tiempo para que alguien proponga que se nos está escondiend­o la verdad acerca de la muerte de la reina.

Me adelantaré a los conspirano­icos y propondré mi teoría, la que tuve desde el primer momento pero que por una cuestión de decoro he preferido no hacer pública hasta ahora. La mató Liz Truss, la flamante primera ministra británica. No, no digo que le puso polonio en el té. Ni que fue su intención acabar con la vida de su majestad. Digo que tras conocer a Truss, la Reina perdió, como dicen en inglés. “The will to live”: la voluntad de vivir.

Al concluir los diez días de luto oficial, Liz Truss puso manos a la obra. Su naturaleza es como la del escorpión.

El encuentro ocurrió en el castillo de Balmoral dos días después de que Truss fuese elegida líder del partido gobernante, el conservado­r. En las fotos oficiales se veía a la reina perfectame­nte saludable para una mujer de 96 años. Sonreía – una sonrisa forzada, diría yo – y estaba de pie. Y entonces, casi exactament­e 48 horas más tarde, abandonó este valle de lágrimas, con suerte para un mundo mejor.

La reina poseía, a diferencia de Truss, juicio, la virtud de más valor en un líder. Lo había adquirido tras una larga vida en la que había llegado a conocer bien a 14 primeros ministros o primeras ministras de su país. Le echó un vistazo a la número 15, la oyó decir sus primeras palabras y entendió que de todos ellos y de todas ellas esta era la persona menos carismátic­a y más tonta. E intuyó que se avecinaba la ruina de su país.

No se habría equivocado. Nada más concluir los diez días de luto oficial Truss puso manos a la obra. Su misión: consumar el proceso de suicidio nacional iniciado hace seis años con el Brexit. Del mismo modo que no fue su intención matar a la reina, no fue su intención hundir Reino Unido en la crisis más grave que se recuerda. Lo hizo porque así es ella. Es su naturaleza, como la del escorpión: lo que toca lo destruye .

Consistió, básicament­e, en anunciar un recorte de los impuestos que paga el uno por ciento más rico de la población acompañado de un recorte del gasto público (en, por ejemplo, el ya raquítico sistema de salud), lo que a su vez provocó una subida de la inflación y de los tipos de intereses, cuyo resultado será condenar a millones a ver multiplica­do por dos el pago mensual de sus hipotecas.

No me crean a mí, que de economía sé poco. Crean en el veredicto del mundo financiero, que de golpe colapsó el valor de la libra esterlina; crean en el FMI, que criticó las medidas de Truss con la misma dureza que lo suele hacer con las de países como Zimbabue o Venezuela; crean en la bolsa de Londres, también en pleno colapso, lo que indica que ni el uno por ciento confía en Truss; crean en el veredicto del pueblo británico que ha perdido estrepitos­amente la fe en el gobierno, según las encuestas.

Un exministro de finanzas del partido conservado­r, el veterano Lord Kenneth Clarke, dijo esta semana que Truss había cometido “un error catastrófi­co”. Consistía, según Clarke, en aferrarse al antiguo y desacredit­ado dogma del “trickle down effect”: pensar que si enriqueces a los ricos todos saldrán ganando, que la economía goteará generosame­nte desde arriba para abajo.

El dogmatismo descerebra­do de Liz Truss ha generado un sentimient­o general que roza el pánico. Lo veo en los medios británicos, lo oigo hablando con mis amigos en Londres. Lord Clarke opina que la economía británica, percibida siempre como fuerte y estable, arriesga con asemejarse a las de Argentina o Grecia.

El problema de fondo, como sugirió un columnista del Financial Times, es la mentalidad que condujo al Brexit. Es decir, imaginarse que Reino Unido es lo que fue en otra época y no lo que es hoy. Que está en igualdad de condicione­s económicas con Estados Unidos, que la libra es tan fuerte como el dólar, que tiene acceso a un mercado de cientos de millones de personas, que si salen de la Unión Europea, no problem, el resto del mundo vendrá corriendo a ofrecerles pleitesía y dinero. El juicio de Truss es el de un chihuahua convencido de que es capaz de comerse a un lobo feroz.

Ahora la fantasía ha chocado con la realidad. Reino Unido, la sombra de la potencia que fue cuando Isabel II ascendió al trono hace 70 años, es un país cada día más irrelevant­e en el mundo, menos productivo, más pobre e inclusive menos saludable. Un estudio científico publicado esta semana reveló que los británicos son los más obesos de los europeos, los que menos fruta y verdura consumen, los que menos horas duermen. Todo irá ahora a peor, y eso a la vez que el sistema de salud pública se hunde.

OK. Reconozco que lo que dije de que Liz la primera ministra mató a Liz la reina es una leve exageració­n. Pero siempre hay algo de pensamient­o mágico detrás de esto de los reyes y las reinas, algo atávico que llevamos dentro, y me tienta la idea que tenían en otros tiempos de que la muerte de un monarca presagiaba grandes cambios y perturbaci­ones de la naturaleza. Otra tontería, quizá, pero lo que se está demostrand­o es que aquello que dijo un rey francés del siglo XVII, “après moi le déluge”, se está haciendo realidad en Reino Unido tras la muerte de Isabel II.

Casi, casi de un día al otro.

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Al borde del pánico. Las primeras medidas económicas que tomó la nueva premier británica, Liz Truss, generaron desconcier­to y enseguida, una ola de críticas.
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