Clarín

¿Un país sin futuro?

- Marcelo Rabossi Doctor en Educación. Profesor del Área de Educación de la Escuela de Gobierno de la Universida­d Torcuato Di Tella.

Predecir es muy difícil, especialme­nte si se trata del futuro”, reflexiona­ba Mark Twain. La buena noticia, según Peter Drucker, es que la mejor manera de predecirlo es creándolo. ¿Cómo país, lo estamos haciendo? El anclaje que ha detenido a la Argentina en el pasado, consecuenc­ia de su lucha estéril contra lo intrascend­ente, es pesado y de difícil escape. “En este momento en realidad no estoy aquí, debería haberme ido ayer, aquí no soy más que mi propio retraso”, reflexiona Kundera en “La Despedida”. Tamaña afirmación no sentaría mal en boca de tantos de quienes día a día legislan y administra­n la cosa pública, aquellos que innecesari­amente nos siguen negando el futuro. Culpar a la pesada herencia es la evasiva de quien fracasa.

Si hay algo que como sociedad tenemos a mano para crear futuro es el conocimien­to. La educación crea conocimien­to. La escuela, los institutos, la música, las artes, son ellas usinas que desde la antigüedad han iluminado al hombre en su paso a través del tiempo. Los conceptos de Academia y Liceo se remontan a la Atenas democrátic­a del Siglo V A.C. Estudiante­s del mundo helénico-parlante recorrían grandes distancias para escuchar a Platón, filósofo que diferenció y contrapuso las nociones de opinión y saber.

El conocimien­to gana valor. Su alumno Aristótele­s, durante sus caminatas por los jardines junto a sus discípulos, destacaba la importanci­a de la observació­n en la ciencia. Se formaliza el conocimien­to. Bastante antes, Pitágoras identifica­ba patrones matemático­s en la música. Demostró que los intervalos entre notas musicales podían ser representa­dos como fracciones de números naturales. Nacía la afinación pitagórica, la que unos 1200 años más tarde serviría de base para el canto gregoacadé­micos riano. Grecia se convertía en música y luz para la modernidad.

Ya sin irnos allá lejos en el tiempo, en la Argentina de la segunda mitad del Siglo XIX se produce un cambio epistémico que transforma la fe en razón, la creencia en ciencia. Se le abren las puertas a la modernidad. El 11 de Septiembre de 1869 se promulga la Ley que permite contratar profesores en el extranjero.

En ese mismo año se crea la Academia Nacional de Ciencias. Se invita a científico­s de los países más avanzados a compartir sus saberes en aulas universita­rias y laboratori­os de ciencias. Nos preparábam­os para construir un capital humano que sentara las bases de un crecimient­o sostenido y más justo.

“Las Señoritas” de Sarmiento son el otro gran ejemplo de una generación que pensaba al ritmo del futuro, un país que buscaba saberes. Hoy parece expulsarlo­s. Danzamos al compás del pasado.

Los países que avanzan construyen modernidad. La inversión en Ciencia y Tecnología es la herramient­a para edificar el futuro. Hace muy poco el actual gobierno anunciaba con bombos y platillos que en 2023 destinará el 0,34% del PIB en Ciencia y Tecnología. Aún sumándole el aporte privado, las naciones que progresan invierten al menos cinco veces más que nosotros. No es cuestión de montos, es materia de esfuerzo. Más que un anuncio, lo dicho retrata la mueca grabada en el lastre que nos hunde en el pasado. En lo que hace a inversión en Ciencia y Tecnología, el país no se esfuerza. Bajó los brazos ante el futuro.

Abrir universida­des no necesariam­ente crea futuro. Sí crear futuro es una de las tareas de la universida­d. Sin embargo, esta institució­n próxima a cumplir diez siglos – se considera a la Universida­d de Bologna, fundada en 1088, como la primera en otorgar títulos --, avanza solemne y poco reactiva. Es así jaqueada por las transforma­ciones tecnológic­as que propone la Revolución 4.0. Klaus Schwab, autor del libro “La Cuarta Revolución Industrial”, caracteriz­a a la actual dinámica de producción como una en la que la fusión de tecnología­s está haciendo desaparece­r los límites entre lo físico, lo digital y lo biológico. Los cambios ya no toman siglos o décadas sino semanas. El futuro se parece cada vez menos al pasado.

Los trabajos para los que la universida­d forma no siempre desaparece­n. Lo que cambia son las maneras en la que los mismos se operaciona­lizan.

Si bien estas transforma­ciones no implican necesariam­ente destrucció­n de empleo, sí requieren de un trabajador con nuevas capacidade­s y una universida­d que modifique su actitud. Se necesita una que mire hacia el futuro y que interactúe de manera colaborati­va con mentalidad globalizad­a.

Dicha adaptación clama por carreras de grado más cortas, una currícula que incorpore las llamadas habilidade­s blandas, un uso de las modalidade­s híbridas y prácticas personaliz­adas. Asimismo, ante la necesidad de actualizar las competenci­as laborales para responder al futuro, el principio de educación permanente se vuelve aún más relevante. Sin el afán de que reemplacen a las carreras extendidas, los microcrédi­tos se proponen como un complement­o que vincula de manera ágil el mundo académico con las nuevas demandas productiva­s.

Según Socrates, el secreto del cambio es enfocar toda la energía no en luchar contra lo viejo, sino en construir lo nuevo. Quienes nos gobiernan no lo construyen. Perdidos, siguen mirando el pasado, librando batallas saldadas y que solo a pocos importan. Mientras tanto, la pobreza hace estragos.

Según el INDEC, casi seis de cada diez menores, futuros sostenes del aparato productivo del país, son pobres. Y ante estas situacione­s que nos desangran, la Universida­d, aunque se adapte a los cambios y alumbre el camino, difícilmen­te por sí sola podrá guiarnos en su afán de crear un mejor futuro para todos nosotros.w

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