Clarín

Amores perros

- Raquel Garzón rgarzon@clarin.com

En el cada vez más ancho y variopinto apartado de animales de compañía, conozco de cerca una iguana que ha crecido junto al hijo mayor de la casa (hoy abogado), una tarántula ¿doméstica? cuya presencia convertía todos los días en Halloween, un gato negro que acompaña a sus dueños a jugar al ajedrez en el bar de la esquina y una coneja que va de paseo en un coqueto bolso y se asoma cada tanto, como preguntand­o si la dejan salir a tomar aire. Nosotros elegimos algo en apariencia más relajado, pero Milo, nuestro perro, dista bastante de ser convencion­al. Es un beagle de dos años y medio y su energía indomable de cazador ha cambiado la rutina de la casa, que hoy incluye un rosario de cuidados. Paseos, visitas al veterinari­o y sesiones de juego, que reclama a veces a las 5 de la mañana, con aullidos modulados que los vecinos no disfrutan.

Sin dobleces —le gustás o se aleja— el pichicho es fiel a lo Freud decía de su especie: jamás mezcla amor y odio como hacemos los humanos. Se alimenta de afecto y no quiere estar solo, así que siempre lo ves cerca, explorando rincones o durmiendo siestas en un sillón. “Mamá, no lo puedo querer más”, dice Cata cuando llega del colegio y el cusquito bate sus cuatro patas en el aire, pidiendo mimos en la panza como señal de bienvenida. Su presencia fue crucial en la pandemia (un cachorro es pura vitalidad y brilló como un buen augurio), pero como somos primerizos de mascota, compartir su tiempo sigue enseñándon­os cosas del mundo que no se expresan con palabras. Junto a él, grandes y chicos aprendemos a estar en armonía con lo que nos rodea, el disfrute sin estrés y la importanci­a del presente: aquí y ahora, claves de lo posible.

Milo escoge “presas” dentro del departamen­to y negocia su rescate. Roba pantuflas, anteojos, tarjetas personales, el mouse de la computador­a y aparece con el trofeo entre los dientes como preguntand­o: “¿Ahora qué me das?”. Una rodaja de manzana hace maravillas, pero llevarlo al parque a socializar con otros perros del barrio también vale para recuperar lo birlado. Mientras escribo esta columna, su pelota de soga sobre el escritorio anticipa la próxima complicida­d.

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