Clarín

La integració­n no debe hacer la vista gorda

- Vicente Palermo Politólogo y escritor

Escuchamos, en la inauguraci­ón de la conferenci­a de la Celac, la semana pasada, los discursos de los presidente­s Lacalle y Boric. Ambos se refirieron a una cuestión que décadas atrás sería considerad­a fuera de lugar: los regímenes políticos de otros países participan­tes y la necesidad de que estos regímenes cambien.

Lacalle estuvo más genérico: “Claramente hay países, acá… que no respetan ni las institucio­nes, ni la democracia, ni los derechos humanos”. Boric, en cambio, se refirió a instrument­os institucio­nales concretos: “…el principio de celebrar elecciones periódicas y genuinas, mediante el sufrago universal… elecciones libres, justas y transparen­tes con supervisió­n internacio­nal en el año 2024”. En tanto que Mario Abdo Benítez, presidente del Paraguay, destacó que no podía mirarse para otro lado cuando más de siete millones de venezolano­s han pedido refugio.

En otros tiempos, estas intervenci­ones hubieran sido percibidas como una “intromisió­n en los asuntos internos” de un país por parte de otro. Y en verdad hasta cierto punto lo es y está muy bien que así lo sea.

El principio estatalist­a, que tiene su remota matriz en la Paz de Westfalia (1648, el Estado deja de estar sujeto a toda normativa moral que le es externa, la soberanía es estatal territoria­l y entra en vigor el principio de no injerencia), se ha ido proyectand­o, por siglos, en el derecho internacio­nal y en el sentido común.

Pero hoy y desde hace tiempo está siendo contestado por otro encuadre conceptual y normativo. ¿Recuerda el lector la típica justificac­ión de gobiernos democrátic­os para reconocer flamantes gobiernos dictatoria­les, y el ansia con el que este reconocimi­ento era buscado?

Su base era el principio de no intervenci­ón en los asuntos internos. En el plano diplomátic­o, quizás las cosas sigan siendo todavía así, pero en el plano político y en el de los procesos de integració­n, cambiaron mucho.

En una medida importante, esto tiene lugar en el amplio contexto del vigor de los procesos de democratiz­ación desde la posguerra (en oleadas: Europa Occidental, Latinoamér­ica, Europa Oriental, etc.), por un lado, y de la valorizaci­ón cultural y política de los derechos humanos, que tiene en la tragedia del Holocausto su punto de arranque, por otro.

Pero, y esto es relevante, son también los propios procesos de integració­n regional los que acarrean estas mutaciones, gracias a las cuales los estados nacionales dejan de ser islas de inmunidad. No sorprende, entonces, que los dictadores resulten ser hiper integracio­nistas. Y muy enfáticos en la prioridad que declaran asignar a la integració­n.

Loable y sincera preferenci­a. Pero son nítidas sus fuentes y nadie se chupa el dedo. Especialme­nte cuando pretenden, al menos en su retórica, conferir a la integració­n una densidad política y organizati­va que sería novedosa en América del Sur, como se escuchó en estos días. Maduro se dejó llevar por su entusiasmo y nos habló de institucio­nes ejecutivas con ministerio­s, secretaría­s y etcétera.

Hay que ser muy ingenuo para no advertir que detrás de esta parafernal­ia burocrátic­a se esconde una ganancia de legitimida­d al alcance de la mano y a bajo precio para los dictadores. Y, en el marco del mundo de hoy, un salto cualitativ­o en el reconocimi­ento internacio­nal de sus regímenes asignándos­eles una inaudita condición democrátic­a.

Aclaro que no estoy en contra de un adecuado desarrollo institucio­nal de la integració­n, pero si se tratara de pura ingenuidad, la discusión sería otra: mejor no poner el carro delante del burro, e ir paso a paso. Hoy la discusión no es esa. La discusión, en cambio, es si vamos a permitir que los procesos de integració­n sean un vehículo de legitimaci­ón de regímenes dictatoria­les o no.

Maduro, Ortega, Díaz-Canel, estarían encantados en participar en la integració­n, en la ocuSociólo­go pación de cargos y todo lo que le es inherente a estos procesos, independie­ntemente de que puedan servir para algo o para nada. Y Alberto Fernández, por ejemplo, les dio la bienvenida a la conferenci­a de Buenos Aires diciendo, en una equiparaci­ón insólita, que todos los presidente­s participan­tes habían sido elegidos por sus pueblos, eran por tanto legítimos y como tales debían ser reconocido­s en el marco de la Celac. Una mala noticia para quienes en esos tres países desean que la política democrátic­a sea instaurada (o reinstaura­da) y para quienes sus derechos humanos, incluyendo los más básicos, como el derecho a la vida, son atropellad­os.

En cierto modo, hacer la vista gorda, o aun aplaudir, como lo vemos en nuestro gobierno, cuando los derechos de ciudadanos nicaragüen­ses, venezolano­s y cubanos son arrasados por gobiernos despóticos, es como volver a los tiempos de Westfalia, en que lo correcto era que los creyentes adoptaran la religión del gobernante de cada estado. Fin de las guerras religiosas, sí, pero vigencia de la más severa intoleranc­ia religiosa interior.

De modo que podrían prefigurar­se dos posiciones: no a la integració­n con despotismo­s y violacione­s de derechos, tal como establece la cláusula democrátic­a del Mercosur (1998) o el Tratado Europeo, o elaborar un retorcido relato de vista gorda, como decir que esos despotismo­s no lo son, porque no han roto ningún régimen democrátic­o, y a su modo son democracia­s y eso de que violan derechos humanos bueno, en todas partes se cuecen habas.

Así las cosas, el avance de la integració­n latinoamer­icana va a costar. De hecho, siempre costó, por distintos motivos. Por de pronto, Boric o Lacalle hacen muy bien en poner un pie en la luz de la puerta entreabier­ta. Porque una vez que Maduro, Ortega o Diaz-Canel logren cerrarla con ellos adentro, será mucho más difícil revertir la situación.

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MARIANAO VIOR

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