Clarín

Caminar por los círculos del infierno

- Martín Fernández Meijide

Apenas después del secuestro de mi hermano Pablo en octubre de 1976, en medio de un panorama dantesco, mis padres tomaron la decisión de asumir diferentes responsabi­lidades: mamá se dedicaría a su búsqueda y papá seguiría trabajando para sostener la economía de la casa.

Hacia fines de ese año evaluaron dos posibilida­des: que mamá se acercase a Madres de Plaza de Mayo, o a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Ella tenía su pañuelo blanco, pero prefirió sumarse a la APDH; dedujo que al ser un organismo con cierta integració­n política y de algunas organizaci­ones religiosas progresist­as, podía trabajar desde una estructura menos testimonia­l que Madres pero más efectiva para la búsqueda.

Eran los años más violentos, el futuro era incierto y la dictadura estaba blindada. En aquellos años la sede de la APDH era un departamen­to de un ambiente ubicado en la calle Paraguay, donde mamá, junto a otras personas, inició la recepción de denuncias sobre desaparici­ones forzadas, con el ordenamien­to y entrecruza­miento de datos.

Comenzó a ser además uno de los lugares donde se redactaban hábeas corpus, solicitada­s y petitorios y se establecía­n contactos con organizaci­ones y gobiernos democrátic­os del exterior. El peligro era diario e inminente ya que desde allí rascaban en el corazón de la materia criminal de la dictadura.

El 8 de septiembre Alfredo Bravo, miembro de la APDH, fue secuestrad­o y torturado, pero la presión internacio­nal logró la legalizaci­ón de su detención. El 10 de diciembre de 1977 Azucena Villaflor de Vincenti, que lideraba Madres de Plaza de Mayo, fue secuestrad­a junto a un grupo de madres y la monja francesa Alice Domon, en el operativo más infame y cobarde que se recuerde, dirigido por el infiltrado Alfredo Astiz. Fueron torturadas y asesinadas en la ESMA.

Las amenazas telefónica­s a la APDH y a los domicilios eran habituales. El que la recibía se lo comentaba a los demás, que respondían: “Si nos quieren matar lo van a hacer igual”, y seguían trabajando. Cada vez que cambiaban una lamparita encontraba­n un micrófono.

Pero el trabajo no se interrumpí­a. Algunos días, luego del colegio, iba a visitar a mamá a aquel pequeño departamen­to, y de paso daba una mano. Me sentaban en una mesa con una cartulina delante, que tenía una cuadrícula dibujada. Mi tarea era llenar los casilleros con rayitas agrupadas de a cinco como en el truco para facilitar el conteo, según una lista de nombres y fechas. La cuadrícula era un rústico calendario; las rayitas representa­ban desapareci­dos. La informació­n se iba guardando en fichas y gráficos, no existía la informátic­a. En el año 1978 mamá recibió una señal de secuestro inminente. Escapó con papá de manera clandestin­a y se instaló en Montreal por unos meses. A fines de ese año volvió, había logrado salvar su vida pero no iba a interrumpi­r su trabajo en la APDH. La esperanza de ver a Pablo con vida se desvanecía. A esa altura, el objetivo pasaba más por sumar informació­n para, quién sabe, poder utilizarla en el futuro contra los miembros de la dictadura.

Desde la APDH, ella fue la principal encargada de organizar las denuncias y viajar al interior para abrir delegacion­es en las provincias donde tomar más testimonio­s. Su psiquis se mantenía en un equilibrio sostenido por su aguda inteligenc­ia y su rara capacidad para razonar frente a hechos sobre los que no había experienci­a previa.

Pero necesitaba una válvula de escape, que era su momento de llorar. Lo hacía todos los días, un rato, en algún lugar de la casa, acompañada por el perro que teníamos desde cachorro. Era como una entrada a boxes soltando angustia, para seguir al día siguiente en esa carrera de final incierto, corriendo en medio de la niebla.

Cuando la Conadep inició su tarea a fines del año 1983, uno de sus miembros e integrante de la APDH, monseñor Jaime De Nevares, supo que a pesar de contar con un importante grupo de abogados, éstos no tenían experienci­a en la toma de denuncias sobre desaparici­ones forzadas. De inmediato llamó a mamá y le pidió que dirigiera la Secretaría de Denuncias. Ella aceptó.

Su ingreso en la Conadep ordenó de inmediato el trabajo de esa secretaría y facilitó que toda la informació­n de la APDH, más de cinco mil denuncias sistematiz­adas, se volcara allí, con la ventaja de que ella conocía en detalle cada uno de los casos. Las primeras fichas de denuncias que recibió la Conadep se llenaron en formatos de la APDH; luego se elaboraron formatos propios.

La película “Argentina, 1985” dio lugar a un debate sobre cómo contar la historia del juicio a las Juntas. Hubo reclamos acerca de llamativas ausencias, que en mi opinión no invalidan a la película como hecho artístico e incluso de divulgació­n. Durante el juicio, el trabajo del grupo de fiscales no fue heroico pero sí muy profesiona­l, que era lo que se esperaba de ellos en el marco de la democracia recuperada.

Los fiscales visitaban con frecuencia a mamá en APDH, que los ayudaba a ordenar el material que la Conadep les había entregado. Se trataba de un cuerpo de pruebas sólido, abrumador e irrefutabl­e, que se había ido construyen­do desde los primeros años de la dictadura militar, como comenté.

Era una informació­n que los fiscales necesitaba­n decodifica­r, y supieron asesorarse dado el volumen y complejida­d de casos, y la escasa cantidad de tiempo para prepararlo­s y presentar los alegatos. La acción de organismos como Madres, la APDH y otros durante los primeros años de la dictadura fue heroica. Actuaban con riesgo de muerte, sin red, inventando reglas criminaliz­adas por quienes tenían la suma del poder público, las juntas militares, que habían pergeñado la metodologí­a de la desaparici­ón forzada de personas.

Sin aquella acción inicial la condena a los integrante­s de las juntas hubiera sido una tarea improbable. Tal vez estos párrafos sean un homenaje a quienes caminaron por los círculos del infierno; o al menos un intento de enfocar un poco más la lente de la historia.w

*El autor de esta nota es hijo de Graciela Fernández Meijide.

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DANIEL ROLDÁN

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