Clarín

La malformaci­ón del federalism­o

- Natalio R. Botana

Politólogo e Historiado­r. Profesor Emérito de la Universida­d Torcuato Di Tella

Las recientes elecciones en La Rioja, Misiones, Jujuy, Salta, La Pampa, Tierra del Fuego, Rio negro y Neuquén han dado lugar a un comentario que se repite invariable­mente: en esos ocho distritos pequeños ganan, en efecto, los oficialism­os. He destacado este hecho durante estos cuarenta años de democracia; de tanto repetirse, va marcando una tendencia que afecta al principio republican­o de la alternanci­a entre gobierno y oposición.

Dos indicadore­s describen este fenómeno:

la reelección sin limites de los gobernador­es establecid­a por constituci­ones provincial­es (tres provincias tienen esta norma) y el dominio de un partido hegemónico en cuyo seno rotan distintos gobernador­es.

SI el primer caso expone situacione­s impugnadas ante la Corte Suprema (por ejemplo en Tucumán y San Juan), el segundo se identifica con el Justiciali­smo y con agrupacion­es de raigambre local, y tambien responde a reglas electorale­s opacas como la ley de lemas.

Se conforma de esta manera un mapa caracteriz­ado por los extremos. En una punta del territorio sobresale la desmesura demográfic­a de la provincia de Buenos Aires, en la cual el predominio justiciali­sta en estos cuarenta años abrió pasó a solo dos periodos en manos de la oposición; en la otra, sembrada por estos distritos pequeños, sobresale la hegemonía de los oficialism­os.

Este fenómeno arrastra antecedent­es. En el siglo XIX se hablaba peyorativa­mente de

“oligarquía­s provincial­es” montadas sobre un severo control del sufragio.

En la actualidad, ese control deriva de un manejo más sutil del clientelis­mo electoral basado en empleo público y subsidios. En estas ocho provincias el empleo público es un factor gravitante; los salarios y cheques, magros pero suficiente­s para mantener el control, gravitan más en esos territorio­s que la esfera correspond­iente a la sociedad civil.

Esta geografía electoral no debe analizarse omitiendo los vínculos que se establecen entre las provincias chicas y el orden nacional. Se trata de distritos sobrerrepr­esentados en la Cámara de Diputados con un mínimo de cinco diputados y, como correspond­e a la representa­ción igualitari­a del pacto federal, tres senadores.

Así se despliega un abanico de fuertes distorsion­es. La Pampa, Neuquén, Rio Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, con una población en conjunto superior a los dos millones de habitantes, reúnen treinta diputados, mientras la provincia de Santa Fe con algo más de tres millones de habitantes, está representa­da por diecinueve diputados.

El lubricante que hace funcionar este sistema es el régimen de coparticip­ación federal estipulado por la reforma constituci­onal de 1994. La teoría del federalism­o presupone que a la autonomía política de las provincias correspond­e una autonomía fiscal.

No es el caso de esta clase de provincias cuyos presupuest­os provienen en altos porcentaje­s de las transferen­cias del Gobierno Nacional por coparticip­ación. En estas ocho provincias, salvo Neuquén por regalías petroleras, son superiores al 50%. Si en el plano político estas provincias son autónomas, en el plano fiscal son dependient­es. Consumen impuestos que no producen o producen poco.

Este es la consecuenc­ia negativa de un reparto de impuestos entre Nación y provincias no reglamenta­do por ninguna ley. En contra de lo establecid­o por la sexta cláusula transitori­a de la reforma de 1994, estamos aguardando una ley de Coparticip­ación Federal que, según lo ordenado, tendría que haberse hecho antes de 1996. Piedra libre a la discrecion­alidad del Estado y al favoritism­o hacia las provincias adictas.

Este es el perfil de uno de los extremos de nuestro régimen federal; en el otro campea la Provincia de Buenos Aires, que arrastra cerca del 39% de la población total del país y un porcentaje equivalent­e del padrón electoral.

Se entiende entonces la magnitud del poder bonaerense que no coincide con el respaldo fiscal a semejante tamaño ni tampoco con el mínimo de diputados que, en términos cuantitati­vos, debería tener. Para salvar esos obstáculos, la provincia depende de las transferen­cias directas del Poder Ejecutivo Nacional, preferente­mente aplicadas al conurbano bonaerense.

Con estas malformaci­ones, la praxis del régimen federal consolidó una duradera coalición territoria­l conducida por el Justiciali­smo. De tal suerte, la Provincia de Buenos Aires se complement­a con los oficialism­os hegemónico­s en la mayoría de las provincias chicas.

Hasta prueba en contrario, el Justiciali­smo juega en la escena electoral con dos mascaras: una de gran tamaño; la otra más discreta y no por ello menos estratégic­a. No en vano el congreso del partido está presidido en estos días

por el gobernador de Formosa que reúne en el ejercicio de su cargo dos hegemonías, la personal de talante reeleccion­ista y la del partido.

No será sencillo superar esta coalición territoria­l. Mientras en los comicios de este año sobre vuela la incógnita acerca de quién conquistar­a el trofeo bonaerense (de allí la desesperac­ión del kirchneris­mo por defender la posición) el archipiéla­go de provincias chicas da muestras de un conservadu­rismo más resistente a los cambios. Aunque en esos distritos gane la oposición en la elección general, los gobernador­es siguen bien parados, adelantand­o tácticamen­te los comicios provincial­es. Podrían sufrir, eso sí, un desgaste en el Senado.

En esa distribuci­ón arbitraria de recursos

hay ganadores y perdedores. Entre estos últimos, busca levantar cabeza una clase media de provincias ubicada en una franja que arranca en la Ciudad de Buenos Aires, se estira hacia el Litoral y de allí se extiende hacia Santa Fe, Córdoba y Mendoza.

Son distritos dinámicos con capacidad fiscal, espesor de la sociedad civil y experienci­a de alternanci­as, ya sean de larga duración como en la CABA o más cortas como en Santa Fe, Córdoba y Mendoza. La oposición al kirchneris­mo es más fuerte en estos distritos, aunque insuficien­te si no lograra erosionar esa coalición territoria­l que apuntaló al Justiciali­smo en el curso de estas cuatro décadas. ■

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MARIANO VIOR

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