Un viaje en los 90 con sello imborrable: “Fue la primera vez que me sentí sin red”
Aquí estoy, otra vez, desandando caminos… sin darme cuenta, o sí…transitando una y otra vez, derecho y revés historias similares.
Tenía 21 años, eran los 90, y por alguna razón que poco podré saber, a mi ansiado viaje a Europa lo invitaría a mi hermano. Podría decir que me llevaba bien, pero no sé si era exacto a esa edad. Pero algo me hizo sumarlo y serían sumatorias al infinito.
Acaso importa la razón de mi deseo de conocer el viejo continente, rearmar el rompecabezas familiar y ver por primera vez aquello que tantas veces había escuchado de boca de mi abuela: “Mi Heidi asturiana”, entre montañas y animales.
A los 18 de él y 21 míos, el viaje de 45 días se pareció a una real odisea. No existía el euro ni celular ni menos aún internet. Dicho esto a un millennial o centennial es lo mismo que proclamar que vas a cruzar el océano con tres barcas, cual Colón en el descubrimiento. Visto a la distancia, casi que me siento en una carabela, pero con destino inverso. Teniendo que cambiar dinero en cada país, cuando no íbamos solos ni al almacén de la esquina, cuando no recibíamos mesada porque era muy yanqui y lo más cercano a una administración propia era llevar $ 5 para comprar un pebete en el colegio, estar mes y medio fuera del radar parental era 100% una utopía.
Ponías tantas monedas en el teléfono público para llamar a tu casa que parecía que vaciabas las arcas del país donde estabas. Sin mencionar que los albergues estudiantiles no les habían gustado a mi hermano y a un amigo con el que íbamos, por lo que nuestro “planeado” viaje se desarticuló al segundo destino y en cada lugar que llegábamos empezábamos a buscar hospedaje: bajo el frío, la lluvia, el sol o como “corno” estuviera el “forecast” y el presupuesto. Finalmente no éramos más que adolescentes llegando a ciudades que no conocíamos. Por las dudas aclaro que Google Maps en los 90no existía… por si alguien desprevenido no lo sabía.
Así las cosas, nuestros padres que en una falsa sensación de seguridad tenían anotados la dirección y el teléfono de todos y cada uno de los albergues estudiantiles donde iríamos, de un día para el otro se desayunaron que no tenían la menor idea donde dormirían sus dos únicos hijos del otro lado del mundo. Lo más grave a esa altura era que nosotros tampoco lo sabíamos y estábamos allá.
Maniobrar el presupuesto, buscar vivienda, amalgamar personalidades, negociar gustos, era un menú diario, pero necesario, útil y sobre todas la cosas decisivo para convivir. Fue la primera vez en la vida que me sentí sin red… éramos nosotros o nosotros. Cuando se tiene una dicotomía tan estrecha, el acuerdo es inevitable. No había mediadores o plan B, nos teníamos que poner de acuerdo porque nadie nos rescataría de una discusión. ¡Fue maravilloso! Para lo que no sé si estábamos tan preparados fue para comer hamburguesas 30 de los 45 días, puedo decir sin temor a equivocarme que hicimos una cata estricta de casi todos los mcdxxx de medio continente. Con los años hubo diferentes viajes a Europa, pero ninguno como aquél…el iniciático. Con los años también hubo… 50 años, no puedo casi pronunciarlo, aquella joven le dejó paso a la persona de hoy. Próxima a cumplir medio siglo, a principio de año decidí festejarlo en Ibiza en agosto, cualquier parecido a un programa mezcla de reviente y revancha vivencial es pura casualidad. Una sesión de meditación me llevo a preguntarme si era el mensaje que quería darle a mis próximos años. Si esa era mi esencia, si eso era lo que quería transmitirme y transmitir a otros. La respuesta fue que no. Que quería honrarme de otra manera.
Es por eso que hoy, 29 años después de ese primer viaje y habiendo cumplido 50, emprendo otro trayecto al viejo continente, esta vez con los hijos de aquel hermano que me acompañó, mis sobrinos, con celular, euros, tarjetas y con tanta conectividad que nos pueden rastrear desde la mismísima Luna. Por momentos me pregunto si tienen edad para conocer Europa, si sus 15 años les servirán para entenderla, guardo para mí la ilusión que las personas y los espacios saben comunicarse, cada cual en su nivel, cada cual a su tiempo, cada cual en su sintonía.
Ellos a su manera sabrán hablarse. Igualmente no puedo dejar de sentir extrañeza, no puedo dejar de recordar los primeros pasos que di con mi hermano -su padre- por los mismos lugares, plasmados en aquella libretita de viaje que escribía obsesivamente todas las noches. Más de un cuarto de siglo después aún la conservo, rasgada, vieja, amarilla y llena de anotaciones.
Repaso sus hojas a través mi letra infantil y mí necesidad de inmortalizar en el detalle lo que vivía, es que tenía mucho miedo de olvidar. No lo sabía en ese momento y no lo supe hasta mucho tiempo después, que ese viaje ya tenía impreso el sello de imborrable. La mujer adulta de hoy se aventura nuevamente en otra travesía, con la esperanza oculta o no, de que esta vez sean las libretitas de mis sobrinos las que se sellen, seguramente ya no será en papel. ¡Bon voyage!