Un liderazgo que acentuó su mano dura con un giro islamista
Escándalos de corrupción, protestas masivas, un golpe de Estado, crisis económica y hasta un terremoto. A sus 69 años y tras dos décadas en el poder, Recep Tayyip Erdogan ha superado muchas crisis en las que se anunció su fin político. Es el mandatario turco que más poder ha tenido desde que Mustafa Kemal “Atatürk” fundara la República de Turquía en 1923.
Nacido en Estambul en 1954 en el seno de una familia modesta oriunda de las montañas del Mar Negro, Erdogan comenzó su meteórica carrera política como alcalde de Estambul, entre 1994 y 1998, cargo que ejerció de forma eficaz y le sirvió de trampolín para convertirse en primer ministro en 2003.
Dos años antes había fundado el partido Justicia y Desarrollo (AKP), una formación i-----slamista heredera de partidos que habían sido ilegalizados bajo el estricto laicismo que regía en Turquía, vigilado siempre por el Ejército. El propio Erdogan pasó por la cárcel en 1999 tras leer en público un poema considerado “islamista” por la Fiscalía. Sin embargo, fue capaz de convencer a buena parte de los medios y de la política, tanto en Turquía como en Europa, de que el AKP era un eco de las formaciones democristianas europeas, eficaz en la gestión económica y moderado en lo religioso. Durante los once años que Erdogan fue jefe del Gobierno, y los nueve que lleva de presidente, su forma de ejercer el poder ha ido haciéndose cada vez más autoritaria y el contenido religioso de sus políticas cada vez más evidente.
Con todo, con la economía al alza, Erdogan y su AKP acumularon durante sus primeros años en el poder mayoría absoluta tras mayoría absoluta, pese al creciente autoritarismo y la sucesión de escándalos de corrupción.
En 2013, una serie de protestas multitudinarias, que se prolongaron durante semanas, hicieron evidente que gran parte de la sociedad turca, la más urbana y laica, estaba cansada de los ataques a la libertad de prensa, de que la moral religiosa afectara cada vez más a la vida diaria y de la deriva autoritaria. Pero frente a los intentos de conciliación de otros altos cargos, como el entonces presidente Abdullah Gül, Erdogan optó por la mano dura y el enfrentamiento.
Su papel como único hombre fuerte del país se acrecentó tras el intento de golpe de Estado de 2016 y un año después con una reforma constitucional que transformó Turquía en una sistema presidencialista y dio a Erdogan enormes poderes ejecutivos.
Paralelamente, fue rompiendo con muchos de quienes le acompañaron en su llegada al poder y rodeándose de un equipo nuevo, más joven y más adulador. Gül y el ex ministro de Exteriores Ali Babacan, co fundadores del AKP, así como el ex primer ministro Ahmet Davutoglu, abandonaron sus cargos y el partido.
En los últimos dos años, la tendencia de Erdogan a regir en solitario y decidir todo se ha notado en la economía, imponiendo una política de reducir los tipos de interés para fomentar el gasto, la producción y el empleo, algo que ha contribuido a que la inflación se haya desbocado.
Ahora, con la lira en mínimos históricos frente al dólar y el euro, el paro en el 22,5 % y la inflación en el 45 % (aunque independientes la sitúan en más del doble), Erdogan recurre a inauguraciones de infraestructuras y presentaciones de armamento diseñado y fabricado localmente para convencer a la empobrecida clase media del poderío económico del país. Su última gran prueba fue el terremoto que en febrero dejó más de 50.000 muertos en el sureste del país, que levantó críticas a la mala gestión del socorro a las víctimas y las denuncias de la corrupción. ■