Clarín

Palabras que el viento no se lleva

- Cristian Sirouyan csirouyan@clarin.com

En el ‘82, cuando miles de argentinos de 18 años transitába­mos la audaz aventura de colimbas embarcados en una guerra, comprobé en la Patagonia que, por más que el aire sea barrido por ráfagas indomables, no siempre las palabras se las lleva el viento. La primera señal de que ese axioma no se iba a cumplir la comprobé a través de la voz generosa de Alejandro Jaremtchuk, el padre de uno de mis compañeros del servicio militar obligatori­o en Comodoro Rivadavia. Un día gris en que el viento no daba respiro, Don Alejandro me expresó todo su apoyo antes de subir al avión Hércules, con una despedida cargada de enigma: “Cuando vuelvas de las Malvinas te voy a recibir con una sorpresa que te va a gustar”, prometió intrigante. Semanas después, regresado a la casa adoptiva que me ofrecían los Jaremtchuk, el anfitrión reunió a su familia ampliada con el noble fin de celebrar mi regreso de las islas con un asado de cordero. Ese gesto paternal, surgido de la grandeza de un hombre que sólo quería transmitir afecto en un momento de angustias, es un recuerdo grato dispuesto a perdurar. Jaremtchuk padre envuelto en la humareda del asador y dispuesto a escuchar, una y otra vez, la perorata del deseo de regresar de una vez por todas a mi hogar bonaerense que había dejado en febrero, es una imagen imborrable. Ese instante mágico repiquetea en mi memoria y recobra su potente significad­o cada vez que retomo el contacto con Tony Jaremtchuk y aquellos entrañable­s camaradas, que hoy -41 años despuésins­isten con la fórmula de prometer y cumplir, aunque el viento incansable siga en lo suyo. La cuestión es honrar el valor de esa amistad surgida en momentos aciagos.

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