El encierro de la pandemia me dejó algo positivo: leí muchos clásicos y entendí que hablan de hoy, de mi vida
Cambios. Siempre le atrajeron los libros, pero pasó varias etapas. Al principio le enorgullecía mostrar qué obras tenía, luego se centró en los best sellers hasta que llegó a la mejor literatura.
No fui de esas que empezaron leyendo la Odisea en la escuela, ni mi familia leyó jamás a Borges o a Poe. Me acerqué a los libros por curiosidad, pero los demás me ayudaron a persistir en la actividad aun en medio de la cuarentena. Debido al encierro, mis libros se convirtieron en el portal a múltiples universos escondidos en hojas de papel.
De pequeña, mis padres me contaban cuentos antes de ir a dormir, los clásicos. Siempre priorizaron que la biblioteca fuera más grande que el televisor, pero aun así no crecí viéndolos leer. Cuando les comentaba algún rasgo nuevo aprendido por los cuentos respondían pronto afirmativamente, pero sin el mismo entusiasmo que yo sentía. Quizás rellenaron mi biblioteca deseando que prosperara en mí algo que en ellos no pudo.
La curiosidad se hizo conmigo y pronto me acerqué a los libros. Comencé por los brillantes y coloridos y a medida que fui creciendo tomé algunos ya sin tantos dibujos. Fui pidiendo libros nuevos, y la biblioteca y yo fuimos aumentando de tamaño.
A los diez decidí cambiarme de colegio. Me paré enfrente de la clase y argumenté mi despedida. Pero tras entrar al nuevo, me puse la presión de ser la mejor. Competí con mis compañeras hasta llegar al punto de sacrificar mi gusto por la lectura. Me exigí leer un número mayor de libros que el resto de mis compañeros de clase y comencé a leer por obligación. Si iba a ser la rara de la clase, que fuera en serio.
Un año antes de la pandemia, mi profesora de Literatura decretó que debíamos leer un total de veinte libros al año, algo que intensificó esta autoexigencia en mis lecturas. Luego de este anuncio, al ir a pagar la cuota del colegio a la Secretaría, le comenté a la administradora la cantidad de libros y que en casa no tenía tantos que no hubiese leído. Su respuesta me sorprendió: me preguntó qué me gustaba.
Al responderle con un “Cualquiera está bien”, evadí las preguntas que me había evitado hacer por años: ¿de verdad me gustaba leer? ¿O es una especie de etiqueta que me gustaba portar? No sabía qué me gustaba, leía por obtener la admiración de los demás, no por mí misma. Era capaz de no leer por completo el libro, pero debía publicarlo por Instagram. Turbada por estos pensamientos, la voz de Vicky, la administradora, resonó recomendando un romance de época.
A la mañana siguiente, después de izar la bandera, Vicky se me acercó a darme el libro. Era enorme, de seiscientas páginas. No entraba en la mochila sobreexplotada de carpetas y manuales, así que tuve que llevarlo en la mano. Lo mostraba con orgullo, como si un poder sobrenatural me fuera concedido solo a mí a través de ese libro y me hiciera superior a los que me rodeaban.
Empecé el libro con la decisión de leer cierto número de páginas por día. La novela me atrapó tanto que al poco tiempo ya la había terminado. Fue como haber tomado el agua de la fuente de la juventud. Retomé la lectura como vicio y no como tarea. Volví a ser esa niña dando vuelta página tras página sin ver el número que llevaba leídas.
En el verano previo a la pandemia, comencé a leer uno de los libros que me había regalado mi madrina. Una novela que surcó un puente entre dos continentes que nunca había logrado conectar y que estaban íntimamente ligados: la ficción y mi realidad. Me aventuré sola en esta tarea de enlazar lo que leía a mi propia vida, de que esas palabras cobraran un sentido más allá de las páginas.
En marzo se declaró la cuarentena. Al principio, en el ajetreo de la incertidumbre, mantuve el mismo ritmo de lectura de antes: devoraba los libros que Vicky me prestaba. Recuerdo ir en bicicleta de forma clandestina a dejarle los libros a la casa con barbijo y alcohol en mano.
Devoraba sus libros; eran los más nuevos de las librerías. Pero yo no era capaz de enlazarlos con mi vida. Me di cuenta de que los best sellers eran, en su mayoría, superfluos. Me aburrí de la monotonía de los relatos, de las historias sin mensajes. Llegué a la conclusión de que las historias de esos libros que Vicky me prestaba no me llevaban a enriquecerme, sino a consumir.
Por un arrebato de amor al arte, un día le devolví su libro, dándole las gracias con un chocolate, pero sin pedir otro. Ese día decidí abandonar la lectura, y desorientada, por meses, me sumergí en el ocioso mundo de las redes sociales.
En cuarentena, el encierro y la convivencia diaria se convirtió pronto en un río donde me ahogaba. Las redes no hacían más que atar al cuello una piedra y ahogarme más. Deseaba encontrar un espacio que fuera solo para mí, donde pudiera desentrañar lo que sentía y vivía. El único espacio propio en casa era la biblioteca. Nadie en casa leía. Así que decidí cortar la soga y nadar hacia la libertad que ofrecían los libros.
Pero yo ya era diferente. No quería empacharme de lecturas vacías. Quería conectar mi vida con las palabras. Así que no gasté en libros nuevos. Agarré una colección empolvada de la biblioteca familiar y la puse en la mía. Era una serie de clásicos heredados de
Antes del covid había tenido una sola cita con un chico. Era todo lo contrario a mí; no me gustaba. Accedí a salir con él para demostrar a mis amigas que no era una monja.
hojas amarillentas que, al abrirse, una brisa de mohosa humedad se desprendía de ellas. Estaban pegadas la una con la otra de tanto estar ensimismadas.
Empecé con los policiales. El contraste con la realidad fue instantáneo. Por esos meses, una prima de mi padre falleció de un infarto en su casa. Nadie pudo verla siquiera por última vez. Y envuelta en una bolsa, sin rostro y sin funeral, fue enterrada.
En cuarentena, poco importaba quién eras, sino de qué y cómo habías muerto. En los policiales, para resolver el crimen, es necesario saber quién era el fallecido. Así, el detective revela la verdadera causa de la muerte en los detalles cálidos y cercanos. Creo que Sherlock Holmes hubiese dicho que la prima de mi padre falleció por sus problemas del corazón y su vicio al tabaco, mientras que una médica de la pandemia sostuvo que fue por covid.
Tiempo después, ya pasados cinco meses en un mundo donde el jardín de mi casa se volvió nido de sol y de estrellas, y también el único contacto con la naturaleza, Julio Verne y sus viajes de un polo al otro llamaron a mi puerta. Ante la opresión y encierro injustificado decidí embarcarme en aventuras puramente justificadas. Aprecié las descripciones al detalle del funcionamiento del submarino o de la nave que llevaba a la luna.
Los viajes en esta galaxia literaria me motivaban a seguir a pesar del encierro. Físicamente no podía viajar, pero la mente es más fuerte que las piernas. Por una hora podía ser parte del equipo submarino del capitán Nemo mientras surcaba el polo sur, aunque mis pies no podían cruzar el puente para visitar a mi abuela o a mis amigos.
Esto hizo que a veces me sintiera sola. De esa clase de soledad que es más profunda que la presencia física de otro. Necesitaba amigos de verdad, que quisieran escuchar, aunque fuera por zoom. En cuarentena aprendí quiénes eran mis amigos y quiénes no, y como simple aceptación decidí alejarme de todos. En este capricho de “no necesito a nadie” me encaminé a la lectura de Robinson Crusoe, así fortalecería mis ideas.
La novela dilucidó que era posible sobrevivir solo. Pero me hizo reflexionar sobre la gran diferencia de significado entre sobrevivir y vivir. Vivir plenamente significó para mí encontrar aquello que Robinson encontró: un sentido a su naufragio. Robinson justificó su supervivencia con la firme convicción de contar a sus compatriotas (incluso llegó a contárselo a los caníbales) la causa de la muerte de sus compañeros de abordo. Fue la apertura a los demás, aún a sus enemigos, lo que llevó a Robinson a poder sobrevivir.
Estar abierto a los demás, sin esperar nada, sin creerse ni inferior o superior a los “caníbales”. Eso fue lo que aprendí. No todos me tienen que escuchar, no todos me tienen que querer, porque no todos pueden ser amigos. Ante estas reflexiones, mi madrina me recomienda “El hombre en busca del sentido”, de Viktor Frankl.
La lectura del naufragio se profundizó con Frankl. A través de su historia en Auschwitz vi también mi encierro. Pero esta vez, ya no era la prisión externa la que me molestaba, sino la interna. Estaba envuelta en una niebla matutina. Había luz, pero no sabía de dónde provenía. No podía hallar el sol que iluminaba mi vida y le otorgaba un sentido.
Al conocerme a mí misma, hallé en mí una verdad irreprochable y que me acompañó ante la falta de amistades. Al ser poseedora de