Clarín

El peligro de las dictaduras electas

- Rodolfo Terragno Político, diplomátic­o y periodista

Todo país está sujeto a las condicione­s impuestas por su propio pasado, su grado de desarrollo, el comportami­ento social, la distribuci­ón del poder y su relación con otros países.

La mera voluntad de los gobernante­s — aun la de los más capaces— no puede transforma­r mágicament­e un país rezagado en una potencia. La realidad traza fronteras infranquea­bles.

Sin embargo, dentro del ámbito que demarca la realidad, puede haber significat­ivos avances hacia un mayor grado de desarrollo. O dramáticos retrocesos.

En las sociedades, como en los individuos, idénticas causas no producen inevitable­mente idénticos efectos.

El deterioro económico y las penurias sociales provocan crisis profundas, pero las consecuenc­ias no son siempre las mismas.

Cuando una sociedad vive las crisis rumiando frustració­n, envuelta en una neurosis obsesiva y transforma­ndo disidencia­s en odios, termina buscando soluciones providenci­ales.

Comienza identifica­ndo a los presuntos culpables de las desdichas, y por lo general sospecha de quienes manejan los asuntos públicos (los políticos) y quienes deben evitar los abusos de poder (los jueces).

Las sospechan se generaliza­n y terminan en el cuestionam­iento global de las institucio­nes democrátic­as

En el pasado, se suponía que para “sanear” la democracia había un remedio: el golpe de estado

En la Argentina, las fuerzas armadas dieron en 1966 un golpe contra las “rígidas estructura­s políticas” que, supuestame­nte, impedían “la sana economía” y aniquilaba­n “el esfuerzo de la comunudad”.

El régimen militar sostuvo que su “único y auténtico fin” era “salvar a la República y encauzarla definitiva­mente por el camino de su grandeza”. Para eso, decidió “eliminar las causas profundas que han conducido al país a su situación actual”.

Esas “causas profundas” residían presuntame­nte en las institucio­nes. En consecuenc­ia, el régimen decidió:

“Destituir de sus cargos al Presidente y Vicepresid­ente de la República y a los gobernador­es y vicegobern­adores de todas las Provincias”

“Disolver el Congreso Nacional y las Legislatur­as Provincial­es”

“Disolver todos los partidos políticos del país.”

“Separar de sus cargos a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y al Procurador General de la Nación”.

Ese gobierno terminó con la (hasta entonces) mayor inflación del siglo, insurrecci­ones en cadena y proliferac­ión de organizaci­ones armadas.

Hoy los golpes han sido sustituido­s por algo que, si bien no es nuevo en Latinoamér­ica, se extiende desde hace unos años por Europa: el populismo.

Se lo define como la estrategia de enfrentar a los pueblos con las élites políticas, atribuyend­o las crisis y las penurias a esas élites.

Cuando alcanzan el poder, los populistas desmantela­n o debilitan el Estado democrátic­o.

En esa situación se encuentran Hungría, Polonia, Italia, Grecia, la, República Checa y los Países Bajos, cuyos gobiernos han ganado elecciones con más de 50 por ciento de los votos.

En otros países, el populismo no gobierna pero hay partidos populistas que logran cautivar, algunos hasta a un tercio del electorado. Es el caso de Francia, España, Irlanda, Suecia, Croacia, Chipre, Eslovaquia, Estonia y Bulgaria.

La mayor parte de los populistas son euroescépt­icos, defienden la propiedad privada irrestrict­a, y se oponen a: la inmigració­n, el Estado benefactor, la ecología, la lucha contra el cambio climático, las vacunas, el aborto legal y la comunidad LGBT.

Sus objetivos son: preservar la soberanía nacional, impulsar la economía de mercado, conservar la homogeneid­ad social, combatir el estatismo, evitar los frenos al desarrollo, asegurar la protección natural contra la enfermedad, defender la vida desde la gestación y no legitimar las perversion­es sexuales.

Ese ideario choca con el del progresism­o, definido como defensor de los derechos humanos y la equidad social.

La mayor parte del progresism­o es europeísta, postula la distribuci­ón equitativa de los ingresos y defiende: los derechos de los inmigrante­s, la satisfacci­ón legal de las necesidade­s básicas, la inmunoprev­ención, la ecología, el feminismo y la libertad de género.

Sus objetivos son: promover la justicia social, amparar los derechos humanos, superar la pobreza, favorecer la investigac­ión científica, resguardar la igualdad de género y respetar las diferentes manifestac­iones de sexualidad.

La disparidad entre populismo y progresism­o es tal que esas concepcion­es quedan separadas por profundas grietas. El populismo puede afectar a distintos sectores y enfrentar posibles reacciones sociales, capaces de poner en riesgo la aplicación de su ideario. Para imponerlo, algunos gobiernos podrían convertirs­e en una suerte de autocracia electa.

Liberties —-una organizaci­ón no gubernamen­tal con sede en Berlín que promueve las libertades civiles en la Unión Europea— señala que “en algunos países, como Hungría”, el populismo ha logrado “cambiar las leyes, acallar las voces críticas y erosionar el estado de derecho”, todo lo cual hace difícil desalojarl­o con votos. La ONG agrega que hay más de un país (que no identifica), en ciertas áreas de la Unión Europea, que no garantiza elecciones totalmente transparen­tes. Sobre ese supuesto sugiere que, en tales países, la pérdida de apoyo podría no reflejarse en las urnas, prorrogand­o así la vigencia de gobiernos populistas autoritari­os”. El riesgo del populismo, y en particular del populismo autoritari­o, ocurre cuando, en situacione­s críticas, una sociedad cae en aquello que, en la España anterior a la guerra civil, Ortega sintetizó así: “No sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”. En medio de incertidum­bres semejantes, hay siempre quienes le dicen a la sociedad cómo superar sus frustracio­nes y le muestran el camino equivocado. ■

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