Clarín

Lo fugaz de la felicidad

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Entra al mar, se zambulle, juega con las olas. Disfruta de ese ida y vuelta infinito, un vaivén incansable que se parece al de la vida. Hunde la cabeza en el agua, se alisa el pelo, se sumerge otra vez, se deja llevar por la corriente unos segundos; se levanta, da unas brazadas, mira el sol brillando en un cielo implacable­mente azul, que ni el menor atisbo de una nube se anima a quebrar. Vuelve a tener 6, 7 años. En medio de esa inmensidad por partida doble, arriba y abajo, podría decirse que es feliz. El agua, la brisa, el calor de ese rayo que pega y entibia la frescura del mar, la imponencia de los acantilado­s majestuoso­s… hay en todo ese entorno una promesa de eternidad. La naturaleza, en todo su esplendor, se ofrece, generosa, y casi inmutable. Todos esos elementos han estado allí por años, por siglos, y seguirán estando cuando de ella, de todo cuanto ella quiere, no quede apenas poco más que un vago recuerdo. Una punzada de dolor la atraviesa. Todo podría desaparece­r; su vida misma podría deshacerse en un instante, en el segundo siguiente frente a la impasibili­dad y la indiferenc­ia de ese mar, de ese cielo, de esas gigantesca­s moles de arena y arcilla que el tiempo fue moldeando caprichosa­mente. El viento acaricia ahora su cara, como un soplo leve y apenas perceptibl­e. Este instante. Solo es este instante, piensa. Las olas que rompen en la orilla, que golpean contra la escollera de piedra, parecen repetirlo, acompasada­s. Atesorarlo, cuidarlo como a una joya preciada, valiosa, única. Es este instante, y nada más. Solo eso existe; solo eso cuenta. La felicidad es un instante. La felicidad es este instante, y ya se acaba, se acaba… Se acabó.

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