Clarín

La política mesiánica, la mayor amenaza a las democracia­s

- Editor y ensayista Ian Buruma

El 22 de enero, el primer ministro indio Narendra Modi consagró el Ram Mandir, un nuevo e inmenso templo hinduista en Ayodhya. Modi, a quien su biógrafo presenta como «el alto sacerdote del hinduismo», entregó ofrendas y bendicione­s a un ídolo del dios Ram, una de las deidades hinduistas más veneradas, que supuestame­nte nació en ese sitio sagrado.

El templo es además un poderoso símbolo político para Modi y el partido gobernante, Bharatiya Janata (BJP, por su sigla en inglés): fue construido sobre las ruinas de una mezquita del siglo XVI, que una turba de hinduistas nacionalis­tas, azuzada por los líderes del BJP, demolió en 1992, lo que disparó disturbios sectarios que causaron 2000 muertos.

Modi promete crear una «nueva India» —que para él significa una India hinduista, donde los más de 200 millones de musulmanes del país serían vistos como intrusos—. De hecho, esa mezcla deliberada de religión y política es inconstitu­cional en el país. El primer primer ministro de la India, Jawaharlal Nehru —un candidato independie­nte— reconoció, al igual que el líder político y espiritual Mahatma Gandhi, la potencial explosivid­ad de los conflictos religiosos en una sociedad multiétnic­a y multirreli­giosa. Ambos insistiero­n en que la India fuera un estado laico.

El deseo de socavar al estado laico viene de mucho antes de Modi. El asesino de Mahatma Gandhi era miembro de una organizaci­ón paramilita­r nacionalis­ta hinduista (la Rashtriya Swayamseva­k Sangh o Asociación Patriótica Nacional) vinculada al BJP y que desempeñó un importante papel en la destrucció­n de la mezquita de Ayodhya.

En 1986, los agitadores hinduistas sacaron partido de la equivocada decisión del entonces primer ministro Rajiv Gandhi de ceder ante las demandas de los musulmanes y permitir que la ley islámica invalidara un fallo de la Corte Suprema que confirmaba el derecho de las divorciada­s musulmanas a recibir la pensión alimentici­a después de los 90 días del divorcio. Aprovechan­do esa excepción para azuzar al ardiente resentimie­nto hinduista, los agitadores empujaron al nacionalis­mo hinduista del margen al centro de la política india.

¡Ay!, Modi no es el único que abraza este tipo de política religiosa. Sin importar cuán improbable parezca que un depredador sexual malhablado sea el salvador de la cristianda­d, así presentan sus seguidores al ex presidente estadounid­ense Donald Trump: será él quien limpie al país de izquierdis­tas, feministas, homosexual­es, inmigrante­s, elitistas liberales y otros pecadores. Un video publicitar­io publicado recienteme­nte en el sitio web de Trump, Truth Social, se inclina hacia esta narrativa y afirma que «Dios precisó de alguien dispuesto a internarse en el nido de víboras. Las noticias falsas se traicionan por sus lenguas, filosas como las de las serpientes. ¡Señalémosl­as! El veneno de las víboras reside en sus labios. Por eso Dios creó a Trump».

Los evangélico­s pentecosta­listas, al igual que los católicos reaccionar­ios, ahora creen que Trump es más que una figura política. El ex presidente fue ungido por Dios con la misión de lograr «que América vuelva a ser grande». Sí, está acusado de agredir sexualment­e a una mujer, invalidar una elección mediante la violencia y cometer fraude, pero eso muestra que es un mártir perseguido por enemigos malignos, igual que Jesús.

La política religiosa es la mayor amenaza para la democracia, más que la desigualda­d social o económica, los políticos mentirosos y la corrupción (que ya son suficiente­mente malos). Las institucio­nes democrátic­as liberales existen para resolver conflictos de intereses:

Modi, desde la India, no es el único que abraza las políticas religiosas.

las discusione­s sobre los impuestos, el uso del suelo, los subsidios agrícolas, etc., se pueden solucionar a través de la argumentac­ión y los compromiso­s entre los partidos políticos... las cuestiones sagradas, sin embargo, no. La verdad divina no es negociable.

Por eso un grupo religioso militante como Hamás no puede ser un partido político democrátic­o. En un estado islámico radical no hay lugar para el debate ni los acuerdos. Lo mismo ocurre con los extremista­s religiosos israelíes, quienes creen que la biblia justifica sus derechos.

El punto es no tratar de curar a la humanidad de sus creencias religiosas. Los deseos de someterse a una autoridad superior, de creer en la vida después de la muerte, de dividir al mundo entre creyentes y no creyentes, de injuriar a los pecadores y adorar a los santos, y de celebrar las etapas de la vida con rituales sagrados son una caracterís­tica humana universal; pero esos deseos correspond­en a las iglesias, templos, sinagogas y santuarios, no al discurso político. La autoridad religiosa y la política no deben solaparse.

El motivo por el que tantas democracia­s se ven ahora amenazadas por la política mesiánica no que la religión organizada haya ganado fuerza; de hecho, sucedió todo contrario: al menos en la mayoría de las democracia­s occidental­es, la autoridad eclesiásti­ca ha colapsado casi por completo.

En muchas partes de Europa, donde el populismo de derecha gana impulso, la erosión de la autoridad eclesiásti­ca que comenzó en la década de 1960 dejó a la deriva a gente que solía ir regularmen­te a la iglesia. Hoy sufren ansiedad y se sienten apabullado­s frente a los cambios demográfic­os, políticos, sociales, sexuales y económicos, y buscan un salvador que los guíe hacia un mundo más simple y seguro, menos incierto. Hay más que suficiente­s demagogos sedientos de poder y extremadam­ente dispuestos a satisfacer ese deseo.

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