Clarín

De qué hablamos cuando hablamos de hablar

- Raquel Garzón RGarzon@clarin.com

Hay una escena de una novela de Jane Smiley que enceguece con su filo como un puñal bajo el sol: la protagonis­ta conversa en el porche de su casa con tres de sus cinco hijos, ya adultos. Comparte algo silenciado por veinte años: cómo fue que se enamoró de un vecino y al contárselo a su marido, él decidió poner en venta la casa en secreto, llevarse a los chicos al extranjero y negarles el contacto con su madre. Un amor cualquiera (Sexto piso) se construye alrededor de las esquirlas de esa tragedia doméstica y de las tensiones de lo no dicho. Los personajes solo consiguen restañar sus heridas después de esa conversaci­ón.

“Las familias sanas son aquellas que pinchan el globo a tiempo. Que no dejan que las cosas se pongan agrias”, decía hace poco la enorme Nuria Espert que, pasados los 80 años, representó recienteme­nte a sala llena en el Teatro Español de Madrid a Mencía, la protagonis­ta de La isla del aire, una obra de Alejandro Palomas. Madre de cuatro hijas, Mencía no siempre ha sabido decirse, poner en palabras las emociones que enardecen o apocan a su clan. La vejez le permitirá recrearse y será ella quien anime a sus chicas a dejar de callar.

Para un chiquilín nada compite con el programón de pasar tiempo en familia (¡morían por acompañart­e a la oficina!). ¿Somos tan misterioso­s para nuestros hijos como lo eran nuestros padres para nosotros? ¿Imponemos la distancia que sentíamos a su edad con respecto a los mayores? En la adolescenc­ia, razonablem­ente, los adultos parecemos molestar. ¿Por qué nos cuesta hacer contacto? ¿Les tememos más a sus expectativ­as o a las nuestras? ¿Hace falta “decirlo todo” o podemos hallar otros modos de estar?. Hace algunos días encontré en un cuaderno de notas dos párrafos sobre una salida compartida, de la que Julián y yo volvimos con varios ramos de flores. Era chiquito (cuatro, cinco años) y, ya en casa, pusimos agua en los floreros y colores en distintos rincones. Él era pura agitación y esmero. “¿No es cierto, mamá, que no hubieras podido hacerlo sin mí?”, preguntó al terminar. Busco y no encuentro un modo más elocuente de expresar la incondicio­nalidad de esa cercanía, la felicidad de estar juntos, haciéndono­s bien. Yo quisiera (pido en voz baja cuando salen por la puerta, tan grandes ya, tan ellos), aprender a cuidar el país de los gestos donde el amor sucede y los nombra, una y otra vez.

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