Clarín

La hora de la responsabi­lidad

- Politólogo Daniel Lutzky

Claude Lefort fue un filósofo francés conocido por su reflexión sobre la noción de totalitari­smo. En los años 60 y 70 construyó una filosofía de la democracia como el régimen político donde el poder es un lugar vacío, inacabado, siempre construyén­dose, donde se alternan las opiniones y los intereses divergente­s.

Pero que la sociedad incorpore en su cultura la indetermin­ación y el poder como un lugar vacío no es sencillo. En los momentos de crisis, de crisis económicas, de crisis de representa­ción política, de crisis institucio­nales, cuando las grandes creencias que sostienen nuestras identidade­s políticas se disuelven, a la gente les resulta difícil sostener el principio de indetermin­ación de la democracia.

Una situación difícil puede ser soportable, si existe un sistema de creencias sólido, que nos hace sentir que los que estamos sufriendo estamos unidos, ya sea por rasgos profundos de nuestra cultura cívica, como por liderazgos que marquen un camino que vaya de la oscuridad a la esperanza.

Cuando la credibilid­ad en las institucio­nes es baja, y las experienci­as de liderazgo terminan en frustracio­nes, cuando la percepción de los ciudadanos es que viven en un sistema fragmentad­o y donde no se sienten representa­dos por sus representa­ntes, es entonces cuando aparece con más fuerza la búsqueda de referencia­s fuertes.

Uno de los grandes atractivos de los populismos, de cualquier signo político, es la simplifica­ción del escenario.

En el discurso populista hay una raya divisoria entre amigos y enemigos, hay consignas unificante­s que resuelven todo, y hay poca atención hacia las consecuenc­ias de las políticas que se aplican, porque lo que importa es concitar el apoyo momentáneo.

Esto se acentúa en un tiempo donde las redes sociales estimulan fuertement­e las simplifica­ciones, donde los memes reemplazan los discursos, donde la indignació­n y la polarizaci­ón rápida reemplazan a cualquier debate. Es entonces que esas políticas pueden volverse irresponsa­bles. Irresponsa­bles en un doble sentido. Irresponsa­bles en el tiempo porque no les importa, por ejemplo, la inflación que provocan con sus medidas, o irresponsa­bles “sistémicos”, porque solo miran lo que incumbe a sus objetivos, sin pensar en las consecuenc­ias sobre la sociedad, compuesta de diferentes sectores e intereses, algunos más vulnerable­s que otros.

Argentina está en uno de esos momentos críticos, donde no solo se juega el futuro de la economía sino el de sus institucio­nes. Un momento donde la responsabi­lidad, como lo opuesto de lo que nos llevó hasta aquí, debería ser la máxima prioridad y el nodo central sobre el que se juega nuestro destino.

Corren el peligro de equivocars­e aquellos que piensen que la democracia se asienta sobre una cultura política sin identidad. Donde basta con marcar el respeto por la diversidad de opiniones, ser tolerantes y construir coalicione­s, para torcer el peligroso rumbo que ha tomado nuestro país en los últimos tiempos.

Para que eso sea posible esa demanda de responsabi­lidad debe anidar en el corazón de muchos argentinos. Y para eso los que la defiendan van a tener que convertirl­a en un discurso socialment­e fuerte.

Hoy la democracia necesita competir en el campo de las ideas con tendencias autoritari­as que se instalan en espacios minados por la simplifica­ción y la polarizaci­ón. La racionalid­ad y la responsabi­lidad van a tener que encontrar en un futuro cercano, quienes las defiendan y las encarnen.

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