Cortázar, el último argentino capaz de pensar en todo a la vez
Hace 40 años moría el escritor, autor emblemático de la literatura nacional del siglo XX. Aquí lo evocan Martín Caparrós y su biógrafo Mario Goloboff.
“Uy, qué espanto, ojalá no lo hagan”, le respondió Cortázar a Martín Caparrós cuando este le contó que estaban pensando ponerle su nombre a una plaza en Palermo. La idea de que se lo recordara como a una especie de prócer le provocaba pánico: “Nada me daría más horror”.
Aquel encuentro se dio a finales de 1983, durante su última visita al país, apenas unos meses antes de su muerte, el 12 de febrero de 1984, en París. A su pesar, aquella plaza no sólo recibió su nombre, sino que se convirtió en el kilómetro cero de la gentrificación palermitana, hito simbólico de una transformación fashionista con la que el autor de la novela Rayuela –paladín de otro tipo de revoluciones– difícilmente hubiera comulgado.
Con la resonancia de los aniversarios redondos, las letras hispanoamericanas y universales reflexionarán durante buena parte de este año sobre la vitalidad y el legado de un autor disruptivo, considerado –entre otras cosas– uno de los innovadores fundamentales del relato breve.
Pensarán, también, sobre las maneras en que vivió y escribió, intentando dilucidar cómo encajan en el mundo actual tanto su literatura como la figura de lo que en los ‘70 se llamaba un escritor comprometido social y políticamente, que Cortázar encarnó como ícono y unidad de medida.
“En el ámbito del cuento es donde su legado más ha perdurado”, afirma el escritor y periodista Mario Goloboff, autor de Julio Cortázar: la biografía (Seix Barral, 1998). “No solamente es uno de los mejores cuentistas que han dado Argentina y América Latina, sino toda la literatura occidental. Es difícil encontrar un autor del que pueda decirse que tiene al menos diez cuentos que podrían estar cómodamente en una antología del cuento universal. Casa tomada, La autopista del sur, Cartas de mamá, todo el volumen Bestiario...”.
Goloboff conoció a Cortázar en Francia, en una charla en la que participaron varios escritores latinoamericanos exiliados, como el paraguayo Augusto Roa Bastos y el santafecino Juan José Saer; tiempos –los años ‘70- en los que en este tipo de encuentros se hablaba mucho más de política que de literatura. “Para los estudiantes más jóvenes, él era una referencia enorme, pero le criticábamos que su prédica revolucionaria se hiciera desde la comodidad de los círculos ilustrados de París”, rememora Goloboff.
“Con los años me arrepentí de aquella visión. Visto desde hoy, se ve más claro que él representó una conciencia muy aguda de los intelectuales como actores de la lucha democrática y por un país y una América Latina más justas”.
Cuando Martín Caparrós le realizó la que sería su última entrevista, Cortázar acababa de publicar las crónicas de Nicaragua tan violentamente dulce, quizá su libro más abiertamente político, y había vuelto a la Argentina tras muchos años de exilio. Así lo recuerda: “Héctor Yanover, poeta y librero, me había dicho que esa mañana Cortázar, que estaba de incógnito en Buenos Aires, iba a pasar por su librería, que si quería ir a verlo. Yo fui y le pedí una entrevista. Él, para mi sorpresa, me dijo que sí, pero que tenía que ser en ese mismo momento. Tenía muchas ganas de
Mario Goloboff
Biógrafo de Cortázar
hablar de lo que estaba pasando en el país y en América Latina. Por lo menos en la Argentina, esa figura volteriana del intelectual con peso político empezaba su decadencia en esos días; quizá Cortázar fue el último que la representó plenamente”.
En aquella entrevista, Cortázar habló largamente del rol que tuvo el exilio –y él mismo como parte de la comunidad de expatriados en Francia– en la constitución de la cifra de 30.000 desaparecidos y contó cómo la dictadura los acusó de haber fabricado una calumnia.
“Aquellas palabras demuestran que los que discuten hoy esta cifra siguen repitiendo los argumentos de la dictadura”, sostiene Caparrós. “Sabemos que no sabemos cuál es la cifra exacta porque aquellos militares secuestraron, torturaron y mataron a escondidas y, al ocultar lo que hacían, hicieron que el número de sus víctimas siempre fuera confuso. Por eso tuvimos que adoptar un número que representara todo eso: los famosos 30.000. No importa su precisión –que es imposible por culpa de los asesinos– sino su poder simbólico, su fuerza de memoria”.
Cortázar llegó al mundo en Ixelles, un barrio al sur de Bruselas, en 1914, en una Bélgica ocupada por el ejército alemán y donde su padre se desempeñaba como agregado comercial de la embajada argentina. A los cuatro años ya estaba instalado en Banfield, donde se crió en un universo femenino conformado por su mamá, su tía y su hermana Ofelia. Toda su educación fue estatal, primero en la Escuela Nº 10 de Banfield, y luego el Magisterio en 1932 y como profesor en Letras en la Escuela Mariano Acosta.
Ejerció apasionadamente la docencia en colegios y universidades de la Argentina interior hasta que su incomodidad con los fondos y las formas del primer gobierno de Juan Perón lo empujó a renunciar a las aulas y pavimentó su decisión de emigrar a Francia, en 1951.
“Como pocos creadores, Cortázar se lanzaba permanentemente a la aventura”, sostiene Goloboff. “Siendo un cuentista consagrado, de pronto se proponía cambiar el género de la novela, con obras como Rayuela o 62 Modelo para armar, que muchos críticos han visto como un fracaso, pero que marcaron a muchísimos lectores y escritores. A lo largo del tiempo él fue llevando su literatura de la mano de elementos biográficos, como las enfermedades, la falta de padre y de hijos, la idealización de la mujer y, por supuesto, la política. Es uno de los pocos narradores que conozco que sin abandonar lo fantástico, introduce la política, el mundo cotidiano, la situación social y muchos otros elementos que solo suelen estar en el relato realista. Este es sin duda uno de sus más grandes aportes a la literatura”.
Para Caparrós, la mayor influencia de Cortázar es su “música”, el ritmo de su prosa. “Hubo un momento en que casi todos los narradores argentinos escribían con la música de Cortázar”, asegura. “Por eso llegó un punto en que comenzaron a repudiarlo bastante: se avergonzaban de su propia sumisión”.
La creación de personajes como La Maga, en Rayuela, es indisociable de una sensibilidad acerca de lo femenino que Cortázar forjó en la relación que mantuvo con su madre, su hermana y sus parejas: la traductora Aurora Bernárdez, su albacea; la editora Ugné Karvelis; y la canadiense Carol Dunlop. La Maga está inspirada en la escritora Edith Aron, a quien Julio trató brevemente mientras trabajaba como traductor de la Unesco, en París.
“La visita de Cortázar a Argentina en 1983 fue para despedirse de su madre, porque de alguna manera él ya se sentía morir”, afirma Goloboff. “Ya estaba muy enfermo y la muerte de Carol, un año antes, muy jovencita, lo había dejado con una depresión tremenda”.
“Ya nos vamos a ver muy pronto”, escribió en una de las últimas cartas a su madre. Poco después, durante un frío domingo parisino, Julio Florencio Cortázar se despedía de este mundo. Hace 40 años.w
“En el ámbito del cuento es donde su legado más perduró”.