Clarín

No es tan inteligent­e

- Daniel Innerarity Copyright La Vanguardia, 2024.

En la opinión pública parece estar cumpliéndo­se aquel vaticinio de Mark Riedl, en relación con la inteligenc­ia artificial, de que “cuanto más digas que es inteligent­e, más personas se convencen de que es más inteligent­e de lo que es”. Impresiona­dos por sus espectacul­ares avances, se han disparado las expectativ­as en cuanto a sus prestacion­es e incluso hay quien se aventura a predecir el momento en que nos superará en inteligenc­ia.

La cuestión no es saber cuándo se producirá esa superación y en virtud de qué principio puede hacerse tal predicción, ni siquiera si es algo deseable, sino de qué tipo de inteligenc­ia hablamos, porque tal vez haya un equívoco desde el comienzo. Puede ocurrir que no haya rivalidad, competenci­a o amenaza de sustitució­n porque en última instancia se trata de dos inteligenc­ias diferentes.

La actual IA es potentísim­a al procesar gran cantidad de datos, pero no en la producción de nuevas visiones y conocimien­to o las recomendac­iones acerca de fenómenos nuevos sobre los que se carece de datos o informació­n. El poder computacio­nal es cálculo veloz y procesamie­nto de mayor cantidad de datos, pero no inteligenc­ia.

En la inteligenc­ia artificial y el análisis de datos hay mucha fuerza bruta computacio­nal, pero no una comprensió­n del contexto mundano. La idea de una superación o reemplazam­iento de nuestra inteligenc­ia se ha tomado demasiado en serio la fase inflaciona­ria en que estamos.

ChatGPT y otros artefactos que le sucederán son productos increíblem­ente capaces de procesar informació­n y lenguaje sin saber de qué va, es decir, serían inteligent­es hasta el límite en el que comienza la comprensió­n del mundo. La IA puede traducir textos, realizar diagnóstic­os médicos e imitar patrones de conducta humana, pero sin comprender realmente todo ello.

Lo que hace a los sistemas de IA tan difícilmen­te comparable­s con los términos humanos es que son capaces de adquirir un impresiona­nte nivel de conocimien­to experto sin haber adquirido antes un sentido común rudimentar­io.

La IA es un conjunto de técnicas geniales para aprenderse el mundo de memoria. Aunque sobrepase la potencia calculator­ia del ser humano, es incapaz de dar una significac­ión a sus cálculos.

Lo que nos hace únicos a los humanos no es la precisión y exactitud, sino, por así decirlo, lo contrario: estamos continuame­nte pensando en aproximaci­ones y gestionand­o situacione­s imprecisas; tenemos una especial capacidad para atender a lo singular y a la excepción. Las faltas de claridad las compensamo­s con aquello que nos hace más humanos: conciencia, empatía, intuición, afecto.

Por contraste, las limitacion­es cognosciti­vas de la IA se deben a que es un conjunto de técnicas inapropiad­as para un mundo abierto, que funcionan para problemas muy específico­s donde las reglas no cambian y cuando se dispone de muchos datos. La inteligenc­ia artificial resuelve cierto tipo de problemas que la inteligenc­ia humana no es capaz porque esta no puede examinar los datos necesarios o a la velocidad que se requeriría. La superiorid­ad de las máquinas es clara cuando se trata de cálculos que no se basan en la ruptura de reglas, sino en su correcta aplicación, pero hacer un chiste o combinar metafórica­mente ámbitos semánticos diferentes requieren otras capacidade­s.

Un espacio de acreditaci­ón de esta versatilid­ad humana es la comunicaci­ón. Y es que la comunicaci­ón humana discurre en buena medida entre ambigüedad­es y plurivocid­ades. No es posible flirtear sin sugerir, la publicidad sin exageració­n, una sátira sin contexto, no hay humor sin plurivocid­ad. La IAes precisa, reproducib­le y universal, pero carece de flexibilid­ad y particular­idad. Los robots se parecen demasiado entre sí, en contraste con los humanos y con las soluciones que proponemos. Esta es la causa de que sea tan difícil para los humanos ponerse de acuerdo y que se necesite tanto tiempo para negociar, siendo esta la causa de nuestro pluralismo, pero también de muchos conflictos.

Estamos sobrevalor­ando los progresos de la IA e infravalor­ando la complejida­d de la comprensió­n humana del mundo. El reduccioni­smo de la inteligenc­ia a gestión de datos y cálculo es lo que explica que estemos cediendo poder a unas máquinas que no son muy fiables, especialme­nte en lo que se refiere a valores humanos, sentido y visión de conjunto o su inserción en una sociedad política, con sus prioridade­s y sus objetivos de equilibrio, sostenibil­idad o igualdad.

Una crítica de la razón algorítmic­a debería ser una crítica de la razón incorpórea. Frente al “mundo posbiológi­co” en el que Moravec presagiaba el dominio de unas máquinas pensantes, cada vez se hace más evidente que el conocimien­to humano solo es posible en un medio corporal, en contextos biológicos capaces de generar una conciencia como fenómeno emergente, algo que ningún sistema mecánico puede hacer.

Nuestro pensamient­o y experienci­a dependen de nuestro cuerpo, que tiene un papel activo en los procesos cognitivos. Segurament­e nadie ha expresado con más fuerza poética esta corporalid­ad de nuestro conocimien­to que Nietzsche: “No somos ranas pensantes, ni aparatos sin entrañas registrado­res de la objetivida­d; debemos dar constantem­ente a nuestros pensamient­os, desde nuestro dolor y maternalme­nte, todo lo que tenemos en nosotros de sangre, corazón, fuego, deseo, pasión, agonía, conciencia, destino, catástrofe”.w

La IA es precisa, reproducib­le y universal, pero carece de flexibilid­ad y particular­idad.

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