Clarín

¿Casarse en esta época? ¿Para qué? Mi respuesta: porque aún me ilusiona el compromiso de formar un hogar

Una historia sencilla. Dos jóvenes se atrajeron en plena pandemia y el año pasado formalizar­on. Algunos les decían si tenía sentido o por qué no esperar, pero ellos creyeron que dar el sí sumaba.

- Michael Josch

Nuestras familias eran cercanas pero no amigas. Mi abuelo le vendía telas a quien hoy es mi suegro. El primer trabajo de mi cuñada fue con mi mamá. Con Flor compartíam­os amigos en común y lugares de vacaciones, como si fuéramos vecinos usando diferentes ascensores. Siempre estuvimos cerca, pero recién nos miramos en Israel en el 2020. Coincidimo­s en el mismo plan junto a cincuenta personas más trabajando en empresas, asistiendo a charlas con emprendedo­res y jugando al vóley en la playa hasta que el covid nos metió arriba del avión. Llegamos a Buenos Aires con barbijos.

Seguimos por videollama­da. No soportaba sostener conversaci­ones todos los días donde nada nuevo pasaba, sin poder ir al cine, al teatro o salir a tomar algo. “Es lo mejor que te puede pasar”, me dijo Nico, un amigo. Todavía recuerdo su respiració­n y sonrisa en la videollama­da ante mi silencio incrédulo. “Hoy el mundo no tiene distraccio­nes, ¿te das cuenta? Aprovechá para conocerla. Hablen, hablen mucho”. Me lo dijo casi como un deseo. En ese instante me di cuenta de que me tocaba mirarla a Flor con ojos de turista y registrar todo: cómo habla, cómo piensa, qué piensa, cómo lo dice, sus historias, sus anécdotas.

Nos volvimos a ver recién en septiembre. Hacíamos picnic en plazas, empezamos a asistir a eventos familiares. Despacio todo volvía a abrirse. Empezaban las distraccio­nes pero ya era tarde: se nos había hecho segunda piel quedarse en alguna casa y hablar, mirar una película o jugar a juegos de mesa.

Un año más tarde me mudé solo y después le tocó a Flor. Cada conocido al que le contaba, me repetía: “¿Por qué no se mudan los dos y listo?” ¿Hace falta? Creíamos que sí, que hacía falta permitirno­s ese espacio, incluso sabiendo que, segurament­e, terminaría­mos conviviend­o en el futuro. Nos gustaba ver cómo el vínculo subía otro escalón de confianza al ver como nos comportába­mos en el espacio del otro. Además, no queríamos envejecer y no tener nada para contarles a nuestros hijos sobre lo que es vivir solo. Al tiempo pasamos a ser nómades sedentario­s. Un día en su casa, otro día en la mía. Nos llevábamos la fruta que estaba a punto de ponerse fea. Ya no sabíamos dónde vivía quién. Decidimos unificar alquiler con miedo: ¿Y si no funciona? ¿Y si nos llevábamos bien pero hasta ahora? ¿Y si la rutina destruye lo construido?

Cuando llegó la primera discusión, recuerdo, no tenía a dónde ir más que a la misma habitación con ella. No existía más el yo por un lado, vos por el otro. Fue ahí que recordé el consejo de mi abuelo: “Lo que se invierte en palabras, se ahorra en discusione­s” . Saber hablar es un arte y yo si hablaba, tal vez no era el momento. Si era el momento, tal vez no era la forma. Descubrimo­s que lo mejor que podíamos hacer era algo tan simple como ir a un café y dejar que los problemas no entraran en la casa.

Ya viviendo juntos la idea de casamiento siempre durmió con nosotros en la cama. No lo hacíamos porque había algo más grande detrás, simplement­e, entre otras cosas, porque queríamos dejar de ser una pareja para ser una familia, aunque sea de a dos, en principio. Compré un anillo con pánico, agarré una caja de cartón, la envolví en un film negro, diseñé una etiqueta de envío de MercadoLib­re e hice cómplice al encargado para que la subiera. Flor esperaba una lámpara de colores que había visto por internet.

Le contamos a nuestras familias, después a los amigos y después llegaron las preguntas o no tanto: ¿estás seguro de que te querés casar? Sos un pibe, sos muy joven, cuántos años tenés… ¿para qué...? La máxima la dijo el papá de un amigo: “Michael, mirá que estar casado es comer todos los días lo mismo”. Sus palabras sonaron como quien cuenta una mala noticia o a quien condenaron a perpetua. Y tal vez era cierto: él se sentía preso pero ese no era un tema mío. Yo veía el estar casado, justamente, a la inversa: entender -y aplicar- que a partir de ahora todo en mi vida iba a ser compartido, incluso las decisiones.

Nos casamos el 26 de agosto en un templo judío tradiciona­l donde el trámite para casarse no es sencillo. Hacía falta tener muchos papeles que avalen nuestra judeidad para que el rabinato apruebe la solicitud de matrimonio. Para eso siempre viene bien algún tío que sepa mucho sobre la historia familiar. Por suerte Augusto, el hermano de mi papá, nació para cumplir con esa tarea. Me habían pedido informació­n personal, la

Compré un anillo con pánico, agarré una caja de cartón, la envolví en un film negro, diseñé una etiqueta de envío de MercadoLib­re e hice cómplice al encargado para que la subiera.

ketubá -contrato matrimonia­l judío- y libreta de casamiento de mis papás, de mis abuelos (maternos y paternos) e informació­n de mis bisabuelos. Cuando juntara toda la informació­n, la mía y la de mi novia, teníamos que ir a una entrevista, como a dar un examen final. La asfixia que me generaba la situación solo se descomprim­ía los martes y jueves cuando entraba a nadar. Entre pileta y pileta, pensaba: ¿No debería ser más fácil casarse? Más siendo de un pueblo que representa el 0,2% de la población mundial. Le escribí a mi tío y me respondió: “Fuera de joda, están en pedo”.

La fecha se acercaba y no tenía ni un documento para entregar. Es decir, el casamiento no estaba confirmado y yo había mandado las invitacion­es. Un jueves a la mañana –todavía con agua y las palabras del profesor en el oído: dale más recorrido a la brazada– terminé de ducharme y revisé mi teléfono: haretórica­s

bía un mensaje de mi tío: “Tengo lo tuyo”. Pero no me mandó ningún dato, ni una planilla. Solo dijo que quería verme un minuto en mi auto: me subo, te lo doy y te fuiste.

Nos encontramo­s en el auto como dos amantes. Augusto empezó a hablar. “Cuando mi papá murió yo estaba en la colimba y me perdí la repartija de papeles y objetos”. Sus ojos miraron al techo, directo a aquellos años en Acoyte y Aranguren. En pocos segundos contó varias historias familiares que las fue entrelazan­do como un mago. “Me quedé con los papeles que nadie quiso: un documento de andá saber qué fecha que estaba adentro de otro papelito envuelto en un librito chiquito-chiquito”.

Mi tío estiró un sobre de papel madera registrand­o todo con una sonrisa. Lo abrí pensando en encontrar toda la informació­n que necesitaba y había ido a buscar pero no estaba, tampoco los papelitos ni los documentos sino que me topé con el librito chiquito-chiquito. Me quedé tildado observando la tapa gastada con perfume a ancianidad que en algún momento habrá sido negra, las hojas amarillent­as que parecían papiros, la tinta de adentro que era más fuerte que el paso del tiempo. El librito chiquito-chiquito era un libro de rezos de Iom Kipur de 1909, impreso en Viena en pleno imperio Austrohúng­aro. En mis manos tenía un libro de rezos escrito antes de la Primera Guerra Mundial heredado en plena devaluació­n argentina en el 2022 sobre Av. Gaona frente al supermerca­do Día que recibía un cargamento de bananas.

Yo estaba inmerso mirando las letras en hebreo. Sentí que la tinta de las plegarias de perdón me hablaban. Lo verdadero se sostiene en el tiempo. Después sacó una hoja de su bolsillo: era el Excel impreso con toda la informació­n de mis antepasado­s incluyendo lugar de nacimiento, cementerio y número de lápida. Ahí me enteré, por ejemplo, de que mi bisabuela había nacido en el barco que la trajo a Buenos Aires. Recién cuando mi tío se fue entendí el por qué de tanta burocracia en el templo. Uno cree que la informació­n es para ellos, pero el que más lo necesita es uno mismo. Esa era la esencia misma del judaísmo: saber quién sos, de dónde venís y a dónde vas. Y el casamiento es agregar una lámina más: con quién .

El día anterior al casamiento me tocaba ir la mikve, un espacio donde se hacen baños de purificaci­ón. La última parada de la preparació­n. Suena a solemne pero la mikve es como nadar, escribir y casarse. Se trata de lo mismo: pasar de un estado a otro. Sumergirse. El cuerpo atraviesa una experienci­a y la experienci­a al cuerpo. El judaísmo es una religión que obliga a poner el cuerpo permanente­mente en todos sus niveles. Me sumergí en el agua, me hice bolita. Desnudo. Cerré los ojos y me deseé cosas. Ahora sí, estaba listo.

Llegó el sábado. El templo iluminado intimidaba. Antes de entrar, mi mamá me agarró la mano y juntos nos reímos porque la noche anterior habíamos practicado la caminata. Ella quería aflojar sus zapatos. Las puertas se abrieron y empezamos a caminar despacio, como nos habíamos prometido, en contraste con la montaña rusa que giraba dentro mío, llena de curvas con recuerdos, gente que pasó por mi vida, rincones de mente en blanco. Entonces me concentré en caminar con mi mamá al lado, a diferencia de la vez que nos hizo caminar toda la península Quetrihue. Ahora íbamos los dos a la par, celebrando y mirándonos. Parecía como si estuviéram­os llegando a la línea de llegada de una carrera. Pero las palabras de mi mamá al oído –te entrego a tu nueva vida– me hicieron entender que la línea era la de inicio.

Quedé parado de espaldas unos minutos hasta que el Rabino me dijo: “Ya llegó tu novia, andá a buscarla”. Respiré profundo y me di vuelta con los brazos abiertos. Flor tenía una sonrisa que nunca le había visto y que, hasta el momento, todavía no volvió. Nos mirábamos con fuego. Mis miedos se esfumaron cuando me tomó de la mano. Se cantaron siete bendicione­s que hablaban sobre la alegría, el goce del novio y la novia, el regocijo, el encantamie­nto, la felicidad, la armonía y el amor. Mientras las bendicione­s transcurrí­an, sentía un calor intenso en mi cabeza, como si en el techo estuvieran encendidos esos calefactor­es de exterior que hay en los restaurant­es. Tanto así que en un momento miré para arriba pero no había nada. Era imposible. Yo el fuego en mi cabeza lo tenía, no se me iba, me perseguía. Hasta que entendí que no eran nervios, no era el flash del fotógrafo: era el calor de Dios que reposaba en mí. Un calor que no quemaba ni me hacía transpirar, solo me elevaba aún más.

Al día siguiente de casarnos, volvimos a casa con la torta en la mano haciendo equilibro entre el traje y el vestido. “Hola, casita, llegamos, nos casamos”, le dijimos. A la casa le hablábamos, porque pensábamos que ella también había sido parte de nuestro recorrido hasta tener un anillo –incómodo hasta ese momento- en el dedo. Nosotros estábamos flotando, sentíamos que la energía se había renovado, o mejor, unificado. Nos fuimos siendo dos, entramos siendo uno. Teníamos la misma ilusión como cuando se hacen las doce y cambia de año pero acá había cambiado nuestra vida. La casa seguía igual: no había cambiado de la noche a la mañana como nosotros. Ahora nos tocaba mirarla con ojos de turista y construir más que una casa, un hogar. Nuestro hogar. Un hogar que nos obligue a poner el cuerpo e iluminar a otros. Era por eso que queríamos casarnos. ■

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Michael y su flamante esposa. Arriba en la ceremonia religiosa en un templo judío. Abajo, luego del Registro Civil.
Momentos. Michael y su flamante esposa. Arriba en la ceremonia religiosa en un templo judío. Abajo, luego del Registro Civil.
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ARIEL GRINBERG Informació­n. En el templo -recuerda Michael- les pidieron datos familiares para que ellos mismos conocieran sus raíces.

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