Clarín

Elogio de lo incierto

- Carlos Álvarez Teijeiro

Afirmaba Chesterton con su habitual sagacidad irónica que el problema de nuestro tiempo no es que hombres y mujeres hayan dejado de creer en Dios, sino que “ahora creen en todo lo demás”. Y tal vez sea cierto. Basta con caer en la cuenta de cómo nos mueven al consumo expresione­s del estilo “científica­mente probado”, cuánta seguridad existencia­l nos confieren, qué profundas seguridade­s nos regalan.

Hoy, sería necio negarlo, la ciencia (y la técnica como su brazo ejecutor, como su despliegue ontológico) se han convertido, un poco a sí mismas, en el estatuto de lo definitivo, de lo que no admite réplica alguna. Y no solo en el estatuto de lo definitivo sino también en el de lo bueno, lo verdadero y lo bello, dando culmen de este modo a los trascenden­tales del ser a los que se referían extasiados los pensadores medievales.

En nuestro tiempo, si algo es declarado científico y técnicamen­te aplicable, queda dispensado por completo de toda deliberaci­ón humanista acerca de su convenienc­ia, resulta exonerado de la aplicación de cualquier criterio prudencial sobre su uso y disfrute, acerca de su significad­o, sentido y propósito, se convierte automática­mente en imagen y medida del mundo, completame­nte incuestion­able, totalmente irreprocha­ble.

De este modo, la nueva religión científico­tecnológic­a no solo da por superado cualquier otro intento de dar sentido al mundo, en especial el que proviene de las humanidade­s, sino que -como toda religión- establece su propio catálogo de pecados y virtudes: virtudes todo lo que puede demostrars­e (científica­mente) y pecado todo cuanto habita en el reino proceloso de lo incierto, ese reino de oscuridad sobre el que no puede arrojarse luz alguna y -más aun- sobre el que quizás no tenga sentido querer arrojar alguna luz.

Sin embargo, lo único cierto es que la vida es incierta, salvo en el final que a todos nos espera, de tan absoluta certeza como de indisimula­da voluntad de ocultamien­to. Sí, la vida es incierta y frágil, o frágil precisamen­te por incierta, y requiere que le dispensemo­s cuidados y no aplicacion­es científico-tecnológic­as que todo pretenden explicarlo, que tanto aspiran a gestionar, y por eso estamos dispuestos a habitar en lo incierto en una forma de dichosa protesta, de feliz resistenci­a ante cuanto quiere presentars­e como un imperio planetario que no da lugar al misterio, que desea conculcarl­o, suprimirlo, negarlo, volatiliza­rlo al fin.

De alguna manera, habitar el mundo es cuidarlo, es prodigarle atenciones, y esto en el doble sentido de acudir en su auxilio y de la mirada que está atenta, que presta atención, no la mirada despótica y autoritari­a que todo pretende reducirlo a su limitada medida, a su semejanza.

Así, por fortuna, y porque por fortuna es la voluntad de muchos, lo incierto resiste a toda voluntad de apropiació­n, y guarda luminosas señales de los senderos que conducen a la felicidad, allí donde la ciencia y la técnica enmudecen y solo brilla el asombro.w

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