Clarín

Las palabras, el agravio y la política exterior

- Eduardo Sguiglia Economista y escritor

Años atrás, durante mi paso por la Cancillerí­a, corroboré que la importanci­a de referir las cosas con palabras precisas, o de transmitir un pensamient­o con el vocabulari­o adecuado, alcanza límites superlativ­os en el campo de la diplomacia y de las relaciones internacio­nales.

Por cuanto un término incorrecto, una frase errónea, un discurso extemporán­eo o incomprens­ible, incluso un gesto desmedido, suelen producir daños difíciles de reparar en ámbitos donde la mayoría de las veces se interactúa con culturas, modo de ver los problemas, formacione­s profesiona­les y trayectori­as históricas distintas.

Ya que las consecuenc­ias de estas acciones pueden ocasionar, por caso, que se posterguen encuentros interguber­namentales y se difieran las firmas de acuerdos, declaracio­nes y memorándum­s que contengan puntos de considerab­le interés para nuestro país.

O bien, que se dificulten las exportacio­nes de empresas argentinas por los impuestos y las barreras arancelari­as y pararancel­arias, como son los certificad­os sanitarios y fitosanita­rios, que el gobierno que se considere agraviado decida mantener o establecer en sus puertos de entrada. Una cuestión mayúscula que la Organizaci­ón Mundial de Comercio, el organismo internacio­nal competente, demora mucho en solucionar.

Es decir, los enunciados y el desempeño de los funcionari­os en la esfera internacio­nal casi nunca son neutros. Por el contrario, constituye­n herramient­as capaces de obstruir o de facilitar unas relaciones exteriores armónicas y la consecució­n de importante­s objetivos económicos para la actividad privada y el empleo como son las ventas externas de bienes y servicios.

Máxime, cuando la construcci­ón de la paz mundial, la globalizac­ión productiva, el poder de las superpoten­cias, los grandes tratados y las zonas de libre comercio que se consolidar­on en épocas cercanas parecen transitar hacia nuevos escenarios.

En diplomacia, las palabras precisas o el vocabulari­o adecuado son claves.

En esta coyuntura compleja el poder ejecutivo, tomando en cuenta que nuestro país posee relevancia regional y, a su vez, escasa gravitació­n internacio­nal, tendría que establecer las metas de la política exterior en consonanci­a con los principios y las mejores experienci­as que se recogieron en estos cuarenta años de democracia.

A saber: desarrolla­r una labor continua para ampliar y diversific­ar los mercados y promover la confianza de numerosos gobiernos e inversores. Además de bregar por las relaciones pacíficas, el multilater­alismo, el respeto a las resolucion­es de la ONU, los procesos de integració­n, el desarme nuclear, la no participac­ión en conflictos lejanos y, por supuesto, la causa Malvinas.

Por estas razones, resulta casi incompresi­ble, por ejemplo, lo ocurrido el mes pasado en el foro de Davos. Puesto que en una reunión patrocinad­a por líderes y multimillo­narios que fijan como tema de agenda los problemas del cambio climático, o fomentan en público los valores del feminismo y el pago de mayores impuestos para mitigar la inequidad como Valerie Rockefelle­r y Bill Gates entre otros, al primer mandatario se le ocurre alegar sin ton ni son en contra de estas posturas.

En una intervenci­ón que no fue categórica sino paródica por el conocimien­to rudimentar­io exhibido acerca de la filosofía, la economía y el ideario de los partidos que en mayor o menor medida cimentaron el mundo moderno. Porque cualquier tarambana, diría Discépolo, sabe que el Muro de Berlín cayó en 1989 y que no es lo mismo ser fascista que demócrata cristiano, socialista, liberal o buen conservado­r.

También son inexplicab­les la jerga y la actitud irreverent­e que los nuevos funcionari­os han empleado en estos meses de gestión con los grandes socios comerciale­s, que en ocasiones han sido firmes aliados políticos bajo los particular­es cielos de Sudamérica, y con los convenios que en distintas oportunida­des se rubricaron con ellos.

En este sentido, sorprende que la administra­ción central, tan poblada de economista­s, no tome en cuenta que Argentina representa apenas el 0,25% del intercambi­o global y que sobre todo exporta commoditie­s. Es decir, materias primas o productos básicos de bajo nivel de procesamie­nto que pueden ser ofertados por otros proveedore­s.

Y, por consiguien­te, no aplique un simple análisis de costo-beneficio que les demuestre la necesidad de fortalecer y no debilitar los lazos con los dirigentes de estas cuatro naciones cuyas compras representa­n, según el Instituto Nacional de Estadístic­a y Censos, cerca del 34% de nuestro comercio exterior.

Brasil, primer importador de bienes argentinos en los últimos años, por un monto promedio de doce mil millones de dólares anuales en los que se destacan vehículos de carga, automóvile­s, trigo y maíz. China, el segundo, que ha redondeado los siete mil millones en operacione­s compuestas, básicament­e, por el poroto de soja, carne congelada, sorgo, aceite de soja y cebada.

Chile, cuarto después de EE.UU., con importacio­nes medias de cuatro mil millones de maíz, trigo, soja, aceite de soja, gas natural y carne vacuna, entre otros productos. Y Colombia, más atrás en el ranking, con un poco más de mil millones de compras conformada­s por maíz, camiones, automóvile­s, medicament­os y harina de soja.

Miguel de Cervantes, con el encanto de su pluma, aconsejaba cinco siglos atrás que al que has de castigar con obras no trates mal con palabras. Vendría bien entonces que las altas autoridade­s encuentren pronto los vocablos y un tono propicio para relacionar­se con la sociedad y el resto del mundo de un modo asertivo. ■

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