Hoy volvió el elefante
Hoy volvió el elefante. Mi hija estaba jugando afuera y lo vio dar vuelta la esquina. Corrió a abrazarse a su pata. El animal resopló y movió las orejas, y la siguió hasta la tranquera abierta.
La bestia se detuvo un momento ante la casa, como cualquier viajero que vuelve, y se dirigió lentamente al cobertizo.
Mi hija corría alrededor de él, saltaba y saltaba, como si tuviera resortes, como si no tuviera peso. Los estuve observando desde la galería.
Creo que era el de siempre, aunque con ellos nunca se sabe.
Me acerqué, le di la vuelta, le palmeé el cachete y pude aspirar su viejo olor a viaje y polvo. Me miraba con sus ojos chiquitos, y sacudía la cabezota con parsimonia.
Una oleada de tristeza y reconocimiento me atravesó, un aroma de infancias. El elefante movió la pata delantera, se bamboleó, acompasando mi pensamiento. Después le llenamos de agua un barril, y bebió con gusto. Quedó adormilado, o pensativo.
De a poco comenzaron a llegar los vecinos, rodeados por los chicos del barrio, y su viaje se fue armando en medio de comentarios excitados.
Había llegado por la playa, entre las olas y las gaviotas. Lo habían visto por el lado de los acantilados, cuando la marea retira el mar y vuelve la arena. Lo habían visto caminar, solemne, al costado de la ruta, en el sector en el que los acantilados amenazan derrumbe. Los autos aminoraban la marcha y lo sobrepasaban, a prudente distancia. Él continuaba su avance, indiferente a los gritos y a las fotos que le tomaban los turistas y los pescadores.
En un momento lo escoltó un auto de la policía, pero después desistieron, tal vez por algo relacionado con las jurisdicciones y las rutas.
Así llegó a la casa, sin titubear un segundo, sin detenerse, aparecido Dios sabe de dónde.
Mi esposa estaba contenta. Se había parado junto a mí y lo miraba, maravillada. Ante sus ojos se materializaba un mito familiar, y ella era parte.
Me apoyó la mano en el hombro y luego, como soñando, me acarició la espalda concariño. Mis hijos le hablaban al elefante, pasaban debajo de su panza, se dejaban empujar con suavidad por la trompa algo errática. Todo era cierto.
Hacia la tarde bajó la excitación y los vecinos se fueron retirando.
Los más memoriosos fueron los más reticentes, y se quedaban comentando el caso en la esquina, bajo el farol que ya empezaba a convocar mariposas nocturnas.
Sacamos las sillas al parque y encendí un fuego en la parrilla. Anochecía. Extrañé a mis padres, pensé cuánto les hubiera gustado verlo llegar, sin dudar, a esta casa nueva.
Como ellos mismos lo vieron volver, jóvenes y recién casados. Como todos en la familia, cada uno, siempre.