Clarín

Pinocho, Peter Pan y la única pregunta que no importa

- Betina Gonzalez Escritora

Se supone que “Fama, dinero y amor” son las tres cosas por las que todos tenemos que esforzarno­s en la vida. Al menos, yo crecí escuchando esa frase. De las tres, el amor y el dinero siguen rankeando alto entre las nuevas generacion­es, aunque nadie haya encontrado la receta para obtenerlos en abundancia y, sobre todo, para conservarl­os. La fama, en cambio, es un concepto mucho más escurridiz­o. Me parece que la idea de “ser famoso” es una de las que más se ha transforma­do en la última década.

Antes alguien lograba ser conocido por destacarse en algo. Es decir, era reconocido por su destreza en un arte, en un deporte o en una profesión. También se podía pasar a la posteridad por hacer cosas terribles, como sucedió con algunos asesinos seriales. E incluso hubo quienes, como Eróstrato (el griego que quemó el templo de Artemisa en Éfeso por ser una de las maravillas de la Antigüedad), buscaron la fama a cualquier precio. Todos esos caminos todavía pueden conducir a alguien a la notoriedad, pero son cada vez menos comunes.

Hoy el virtuosism­o rara vez te lleva a los titulares de noticias y, en la era de la corrección política, la infamia no te mantiene mucho rato en la vidriera. Ni siquiera hacen falta grandes gestos, como quemar un templo o destruir un cuadro en un museo -gestos que ya no escandaliz­an a nadie ni garantizan que recordarem­os a quienes los perpetran-, basta con morder una cápsula de detergente en tik tok o postear fotos con poca ropa en onlyfans para transforma­rse en una celebridad. Pero el tema con ese tipo de fama es que no dura mucho. Ya ni siquiera se aplica la predicción de Andy Warhol: es verdad, gracias a las redes todos tuvimos o tendremos unos quince minutos de proyección global, pero ya no significan nada.

Una cosa es segura: ya no hay artistas o escritores famosos por sus libros, si lo son, es porque han sabido proyectars­e como producto. Si un libro es bueno o malo es menos importante que la operación de marketing que lo sostiene y en eso la figura del autor es crucial. A mí, sin embargo, me importa más lo que me pasa con una novela o una canción que la persona que la hizo.

Cuando pienso en la relación entre fama y literatura, me acuerdo de los libros que me marcaron y me doy cuenta de que para mí nunca fue determinan­te quién los firmaba. Pinocho y Peter Pan son dos de mis relatos favoritos. Los leí cuando era muy chica y a veces vuelvo a ellos. La mayoría de mis alumnos cree que esos libros son anónimos. Nadie recuerda hoy a Carlo Collodi o a J.M. Barrie, nadie sabe quiénes fueron, cómo vivían, cómo amaban y odiaban. No son autores rutilantes, tocados por los laureles de la fama. Sin embargo, sus personajes ya llevan varias encarnacio­nes y no creo que vayamos a olvidarlos. Eso me parece algo más valioso que la trascenden­cia de un nombre: haber creado algo tan valioso para el resto de la humanidad que a nadie le importe quién lo hizo.

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