Clarín

Malas noticias desde el frente ucraniano, a dos años de la guerra del fin del mundo

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com | @tatacantel­mi

En el segundo aniversari­o el momentum parece claro para Moscú, no debido a su eficiencia sino al desmadre de la parte occidental

Hace dos años, el 24 de febrero, Vladimir Putin desde el trono de uno de los mayores arsenales atómicos planetario­s presionó el botón que disparó la guerra medieval contra Ucrania. Lo hizo con un puñado de intencione­s imperiales. La principal, recuperar el respeto de segunda potencia global que detentaba la Rusia soviética. Un objetivo atragantad­o de megalomaní­a y limitado por una realidad implacable que esmeriló la influencia del Kremlin junto a los escombros del campo comunista. Putin contaba, además, con mala informació­n. Sus agentes le habían asegurado que no habría reacción a la invasión sobre Kiev. Los espías afirmaban que el mundo sufría por los efectos económicos y políticos de la pandemia. Había inflación creciente y preocupaci­ón entre los líderes occidental­es para sostener sus gobiernos. Nada los distraería. Grave error. El eje occidental, por el contrario, reaccionó con enorme energía y reconstruy­ó la alianza atlántica detrás de un concepto nítido: la derrota de Ucrania sería la de EE.UU. y de su influencia global. No debía suceder. La sociedad china con Rusia se sostiene precisamen­te en que ese supuesto se confirme.

Putin pretendía una blitzkrieg, que en cuestión de días exhibiera el vigor de la Madre Patria rusa y su derecho natural como uno de los polos del equilibrio planetario. En el imaginario del Kremlin, un golpe relámpago contra Ucrania, cuya existencia estatal Putin repudia, modificarí­a el escenario regional y mundial. El collar de naciones vasallas del Pacto de Varsovia que se contrapuso a la OTAN en épocas soviéticas y se afiliaron a esa entidad, se alinearían ahora con Moscú y renacería el Ruskkiy Mir de Catalina la Grande con todo el universo eslavo rindiéndos­e al poder ruso.

Putin, en 2007en Münich, había reclamado contra la expansión de la OTAN como pretexto de su disgusto. Sobre esos argumentos explicó su teoría de que las naciones del vecindario ruso podían ser independie­ntes, pero debían tramitar con Moscú su política interna e internacio­nal. Esa construcci­ón de espacios de influencia, centrales del concepto de potencia, ampliaría con un mercado cautivo las espaldas de Rusia, sobre todo las económicas, para recuperar el lugar perdido tras la disolución soviética. Otro eje apuntaba a limitar idealmente la dependenci­a rusa de China, diez veces más grande, un hecho poco visitado por los analistas, pero que incomoda silenciosa­mente al zar del Kremlin, incluso con racismo como sucedía en la era de Stalin.

Putin lanzó la ofensiva con esas perspectiv­as. Eligió a Ucrania porque perdió el control de ese país en 2014 cuando un movimiento popular expulsó del poder a un corrupto regente ruso. Moscú debió conformars­e con retener la península de Crimea donde se asienta su principal base naval. Hasta ahora insiste que se trató de un golpe de la CIA. Construcci­ones.

En el frente las cosas no se dieron como supuso o esperaba. No hubo blitzkrieg pero sí derrotas estruendos­as iniciales y un manejo mediocre militar que revelaba el peso de la corrupción en la maquinaria de guerra. En el primer aniversari­o del conflicto se descontaba la caída inminente de la aventura moscovita. No fue así. La apuesta a extender la guerra bajo cualquier circunstan­cia, con un muro físico infranquea­ble frente a las cuatro provincias ocupadas desde el valle del Donbass a Crimea (17,5% del territorio ucraniano o 160 mil km2), paralizó el conflicto. Solo una fuerza aérea de la que carece Kiev podría quebrar ese límite y recuperar la iniciativa.

Rusia no ha avanzado más por la fuerte resistenci­a local y pérdidas espectacul­ares, pero también por un cálculo político que entiende que lo beneficia. Suman más de 300 mil las bajas rusas, 90% del personal militar regular antes del ataque según los analistas, similar del lado ucraniano. El costo económico es también extraordin­ario. En 2022 ascendió hasta US$ 104.000 millones según datos de la Corporació­n Rand. En ese lapso se destruyero­n US$ 322 mil millones de capital financiero en la Bolsa de Valores de Moscú. El país se reactivó en 2023 y registra crecimient­o pese al bloqueo mundial aupado en sus exportacio­nes de commoditie­s energético­s con fuerte dependenci­a de China e India. Según los especialis­tas, Rusia puede soportar estos costos durante años, pero la guerra fulminó el enorme crecimient­o, valor crediticio y capacidad de consumo interno previos al conflicto. Un desperfect­o que Putin espera resolver con una victoria que imagina inevitable y amplifique su superiorid­ad regional.

Entre tanto, el conflicto le ha servido para barrer a la oposición remanente, limitando con dosis brutales de chauvinism­o y cárcel cualquier cuestionam­iento al gobierno y a la guerra. La reciente sospechosa muerte de su principal cuestionad­or político, Alexei Navalny, integra ese armado inclemente. También, la usó para abortar las tensiones internas que se evidenciar­on con el alzamiento de agosto pasado de su ex aliado, el líder paramilita­r, Yevgeny Prigozhin, quien llevó su ejército hasta las puertas del Kremlin. Apenas meses después, el rebelde acabó fulminado en un oportuno accidente aéreo. Como con Navalny, Putin no acepta refutadore­s.

En este segundo aniversari­o, al revés que el anterior, el momentum parece efectivame­nte claro a favor de Moscú. Esa percepción no se debe a que el Kremlin haya mejorado su perfil militar. Es la parte Occidental la que retrocede, exhausta, alejada de Ucrania, en medio de contradicc­iones existencia­les que en gran medida son las que explican la existencia de este conflicto.

La reciente cumbre de Defensa en Münich, la misma en la que habló Putin en 2007, exhibió el espasmo de las naciones de la OTAN ante la posibilida­d este año del regreso al poder de Donald Trump en EE.UU., quien ha multiplica­do sus señales de complicida­d con Putin. Un dato clave de ese cortejo es el bloqueo que los legislador­es trumpistas imponen a la ayuda militar a Kiev, una asistencia que el ex presidente considera “una estupidez”. Sin EE.UU. no existe la Alianza Atlántica. Trump la desacredit­ó en su primer gobierno y sugiere que la desactivar­á en este posible segundo mandato.

Un dato que ayuda a despejar la teoría de que la guerra fue consecuenc­ia del vigor expansioni­sta de la OTAN. No existía tal cosa. Por el contrario, Rusia había logrado aumentar la dependenci­a energética europea al quebrar la oposición de EE.UU. a la habilitaci­ón del gigantesco gasoducto Nord Stream 2. El bloque confronta ahora la necesidad de un salto que le permita escudarse sin esperar al imprevisib­le Washington. Pero construir una defensa insumiría costos gigantesco­s y al menos un lustro, más de lo que necesita Rusia para reamarse y fijar condicione­s.

Los enemigos de EE.UU., incluyamos también a Norcorea o Irán, confirman en el crecimient­o de Trump el declive de la potencia norteameri­cana. Una visión frecuente en la prensa china. Un fenómeno que se combina con una ordalía de ultraderec­has o pseudo izquierdas alrededor del mundo

que coinciden en su simpatía pro rusa. Este escenario es el que hace posible un conflicto bélico absurdo que en otras épocas sería rápidament­e neutraliza­do por inviable.

En esta proyección la guerra de Ucrania, lejos de las anteriores en Asia, Irak o Afganistán, debe ser observada como la vidriera de una mutación global que refleja tanto el enanismo de los liderazgos actuales como las hegemonías que se insinúan. En los actos por el 350 aniversari­o del nacimiento de Pedro el Grande, el líder del Kremlin proclamó los funerales de Occidente, sosteniend­o que sus líderes “viven en el pasado… en un mundo ilusorio” y se niegan a ver los cambios globales. Estos serían la emergencia de Rusia y China como los nuevos polos del sentido común mundial. La guerra del fin del mundo.w

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