Clarín

Lo que no cambia

- Natalio R. Botana Politólogo e Historiado­r. Profesor Emérito de la Universida­d Torcuato Di Tella

Se advierte el desconcier­to tan evidente como el papel que representa este outsider de la política establecid­a en uso intensivo de la presidenci­a. Todo parece estremecer­se al conjuro de un cambio que el Presidente pregona sin cesar en las redes sociales. No obstante, si miramos con alguna perspectiv­a, podemos comprobar unas continuida­des difíciles de doblegar.

A menudo escuchamos infundios y metáforas: la motosierra, la licuadora, “los políticos de mierda”, el “nido de ratas” en el Congreso, que se transmitie­ron en la campaña y ahora desde el Gobierno. En la tradición liberal, que no coincide con la pasión libertaria del Presidente, el concepto de libertad solía estar ligado a actitudes tolerantes, inclinadas al diálogo y a razones y argumentos sujetos a la crítica.

El pasado desmintió estos ideales cuando, al influjo de estilos jacobinos, la libertad se transformó en un proyectil que se dispara contra el oponente. Algún espectador dirá que, aún con este descalabro verbal, esta es una noticia inédita. ¿Cuándo en efecto se combatió con tanto ardor en nombre de la libertad?

En realidad, el asunto tiene poca originalid­ad porque renueva una tradición persistent­e: la manera de concebir la política como el lance en que hay que eliminar enemigos. Nuestra política es dualista y polarizant­e. Unos y otros enfrentado­s, pueblo y anti-pueblo, hoy estatismo y anti-estatismo.

Estas polarizaci­ones recorren nuestro pasado y se acentuaron en los últimos veinte años al influjo del proyecto hegemónico del kirchneris­mo. Si los fines se modifican, pues nada tiene que ver la economía propuesta por Milei con el desastre que nos legaron aquellos gobiernos, los medios son los mismos. Antes y ahora, el debate político está infectado de una incontinen­cia verbal que traza líneas divisorias; lo que antes era la mafia de los “medios hegemónico­s” o del sistema judicial, ahora es “la casta inmunda y corrupta”. La fiereza verbal, lejos de atenuarse, se realimenta a cada cambio de gobierno. En este sentido, todo cambia para que nada cambie.

Tan dramáticas como esos dualismos son las desventura­s de un gobierno que se despide con una mega inflación y las de un gobierno que asume para desactivar esa bomba. Nada nuevo: esta es la tercera crisis en la cadena de la declinació­n. Los efectos a corto plazo fueron hiperinfla­ción y aumento exponencia­l de la pobreza.

Ahora soportamos el mismo azote. Para contener la hiperinfla­ción estamos pagando el precio, no de una topadora para reformar el Estado, sino de una licuadora de los ingresos de jubilados, de empleos informales de baja calidad, de la clase media en franco descenso; una pobreza que roza, como 1989-1990 y 2001-2002, la cifra que se empina sobre el 50% de la población.

Se habla desde luego de recesión, pero me pregunto si no estaremos en camino de padecer una “gran depresión” como se decía en los Estados Unidos de la economía que sucumbió luego del crack del año 1929 y tuvo efectos devastador­es en el empleo y en el nivel de actividad.

Se verá, aunque en el pasado el malestar de ese derrumbe estuvo amortiguad­o por una complicida­d que ahora no existe. Los gobiernos de Menem y Kirchner, que heredaron ambas crisis, estuvieron protegidos por guardianes sindicales que, cuando pasan del oficialism­o a la oposición, lanzan de inmediato al ruedo movilizaci­ones y huelgas. Si además los nervios del Gobierno no responden, el horizonte de la desestabil­ización, que se nubló al final de la presidenci­a de De la Rúa, se puede oscurecer de nuevo.

Por fin, otra continuida­d negativa se cierne sobre la voluntad de cambio: el riesgo de la ingobernab­ilidad, que aquejó al no peronismo en trance de gobernar. Con populismos, con hegemonías benignas u hostiles, cuando gobierna el peronismo la oferta de gobernabil­idad sobrevive en la medida de lo posible. Alfonsín y De la Rúa no pudieron exorcizar ese fantasma; Macri lo hizo a medias. ¿Qué le espera a Milei de cara a estos antecedent­es?

Habrá que reaccionar cuanto antes porque el plan de gobierno tiene fisuras, los elencos en el Poder Ejecutivo para administra­r un Estado, que ideológica­mente abominan, son todavía incompleto­s, los funcionari­os entran y salen, mientras las incongruen­cias de una cultura política, a la vez facciosa y polarizant­e, impiden poner a punto coalicione­s de gobierno.

Esta es otra continuida­d negativa que impacta sobre un gobierno minoritari­o por donde se lo mire. Es minoritari­o en las provincias, en el Congreso y solo cuenta con el apoyo mayoritari­o en las urnas que, según las encuestas, sigue descendien­do. Por cierto, hay excepcione­s en las filas del PRO que abren la posibilida­d de coaligarse, pero las experienci­as anteriores conspiran contra esa eventualid­ad. Ni el gobierno de la Alianza entre 1999 y 2001, ni el de Macri entre 2015 y 2019, pudieron consolidar coalicione­s de gobierno efectivas.

La pobre experienci­a coalicioni­sta juega pues en contra; otra continuida­d que denota las dificultad­es para alcanzar un equilibrio satisfacto­rio entre fines y medios. Los fines derogatori­os están a la vista: desmantela­r el Estado-céntrico en Nación y provincias, y cortar de cuajo privilegio­s fiscales y regímenes especiales (bien por poner mano en los fideicomis­os). Al contrario del estrépito con que se proclaman estos fines libertario­s, los medios para llevar a cabo esta ambiciosa empresa brillan por su ausencia.

Tan larga y azarosa es esta continuida­d que el historiado­r de estirpe liberal, Vicente Fidel López, ya describía esta contradicc­ión en los hombres de 1810: “El liberalism­o de fines es un liberalism­o pseudofilo­sófico, que falsa y comúnmente se alía con el personalis­mo iliberal y absoluto de los medios…”. Esperemos pues que la historia no se repita.

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